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13/1/17

Piglia te boxea

El laucha Benítez cantaba boleros
de Ricardo Piglia



1

Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se quería sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia de cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsolado saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte del El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente.

De salida yo había sospechado que algo no andaba en la historia que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, receloso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo suyo tan indolente de caminar el ring para entrar en distancia, de su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pared, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la última luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hospicio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la brasa de los labios y después se quedó quieto, con los ojos vacíos, y de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desenterrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel, respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como esperando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, al cuerpito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso, boca arriba y como flotando en la temblorosa luz del amanecer.

De algún modo toda esa historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estrafalario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acercó a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo, la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahuyentó, embravecido, a punto de largarse a llorar y después se arrinconó junto al  Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba buscando la muerte.
Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí, una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obligado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par de guantes, tiró hacia delante la pierna izquierda, levantó las manos, se puso en guardia y empezó a boxear.

Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogiaban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mudo, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fatalidad de nacer con ese cuerpo espléndido y cerca del club Atenas. Daba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arremetidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con algún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una especie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de hambre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empecinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetiendo aunque estuviera destrozado.
La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en el que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hizo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Martínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recordar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescente, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chance, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box que era Archie Moore.

Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Durante un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido confuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de frente y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, demasiado atento a lo que pasaba  fuera del ring, a los fogonazos que caían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curiosidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore le había acorralado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikingo no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar, con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer. En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zurda de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino. Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pero sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sintió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia.

A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorralaba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo podían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Trataba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdido todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshecho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altura el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar porque ese es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y consideración alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.

Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfrente a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no cerrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pensando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, habiendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el título mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, solo como nunca volvió a estarlo.

2

En los cinco años que siguieron no hubo otra cosa que una larga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de inquietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él entre las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siempre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caballero capaz de respetar ese orgullo suicida.

De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, frente a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pureza de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Cayó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dormido, la cara rota, borrada por la sangre.

Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamente dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los promotores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa piedad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de confianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chance para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuernos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikingo. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siempre de espalda al público, como no  queriendo que lo reconocieran.

La troupe  andaba de gira por el interior y él se pasaba las tardes encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, esperando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de desenterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa, tratando de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la foto, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido, cuarteada en el papel quebradizo.

Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión melancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese cuadrado de soga levantado en medio de una plaza.

Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sueco o noruego, que no hablaba una palabra en castellano, y esa fábula, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su silencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.

Anduvo en eso más de dos años en los que apenas si habló con los otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y monótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, una tarde. La troupe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamente, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vieja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los tilos y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstinación, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia.

Fue allí después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chico, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser cantor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer feroz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo buscara, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acercarse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo quedó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, como si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados.

Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo adquiría la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebraciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Laucha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás, clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda, tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de oro, en el estilo de Julio Jaramillo.

El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio, sin hacer otra cosa que cambiar la posición de vez en cuando. A veces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asaltaban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmurar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movimientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío lerdos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión  fugaz de ese pacto con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El resto (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cuidados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de El Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un gesto de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo.

El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconderse, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado, sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intentaba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad de Moore y sus botitas de terciopelo.

Y esa tarde, cuando alguien le arrancó un pedazo de papel, el Vikingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe estaba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio vuelta hacia el Vikingo y lo rozaba apenas con la palma de las manos, despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja, arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sosegado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz.
Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse.
En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atribuyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano incontrolada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Laucha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito tití  y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamente. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavoneándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guardia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgulloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor.

Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; desde afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vikingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de madera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empezaba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer, y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, caminando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza.

Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes, sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los árboles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano. Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el movimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como ausentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamente a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos.

Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, perfeccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan que en ese tiempo el Laucha se  quedaba a dormir en el Atenas. Incluso llegaron a verlos, una mañana durmiendo juntos, la cabeza del Laucha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar a una muñeca. De todos modos nadie previó o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y suave, desafinada del Laucha cantando “El relicario”. Un viento espeso sopló toda la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extraño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amanecer que se filtraba por las ventanas, encontraron al  Laucha agonizando, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acariciándole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destrozada y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento.

10/3/14

My way killings at karaoke



Sí, hola. ¿Qué tal?
Paso a contarles.

Es así, en dos pasos, dos cosas.

Resumo la primera que resulta ser la más obvia.
Llevo muchos años deseando realizar un disco karaoke pero como no toda consigna lleva a la obviedad que sugiere, los años pasaron hasta que con Mar decidimos emprender este proyecto unidos por la necesidad de seleccionar una lista de canciones (bajo un arduo criterio) y cantarlas con el mejor sistema de karaoke para pc. 


Así fue que reunidos durante frías, tibias y cálidas noches en el cuartito de Bedoya, cantamos a dúo a merced de la prueba y el error como sello; la espontaneidad como aval y crédito. Así concebimos una lista de temas que creemos inspiradores, o en su defecto, cantables. 

La otra cosa, la segunda, es lo que descubrimos a partir de este emprendimiento, en el cual fuimos indagando acerca del fanatismo que despierta el karaoke como fenómeno en Asia. 

Al parecer, en Filipinas además de utilizarse los KTV -sitios de karaoke- como fachada para practicar la prostitución, también hay episodios de violencia inusual, cual barrabrava futbolístico, durante la performance de ciertas canciones, siendo "My way" de Frank Sinatra, el tema por excelencia con mayor cantidad de víctimas. 

Terrible, ¿no?


Por eso y el punto anterior, decidimos hacer este disco. Buscamos hacer un aporte a la cultura del karaoke y rendirle nuestra devoción y quizás atraer mecenas -o diezmos ahora que el catolicismo está en voga (de) para muchos- que cubran los gastos y daños de los familiares de las víctimas de la actividad karaoke en Filipinas. 

Retomando consignas, dejemos en claro qué pasó.

Hay un disco y se llama "My way killings at karaoke" que pueden escuchar desde el click a su título previamente escrito o acá abajo, donde les resulte más cómodo. También hay un fenómeno y como no se puede dejar pasar por alto, tras una larga e intensa búsqueda a través de contactos en Filipinas y por medio de diversas organizaciones internacionales, pudimos dar con el cantante / agitador cultural / activista / caudillo fuera de sus Pampas y virtuoso de esa tierra. 


Su nombre es Boyet Vasquez y acá su video para que lo conozcan mejor. Aquellos que tengan Facebook y/o Twitter, pueden darse el placer de seguirlo a través de las redes sociales. 

Eso es todo, gurises. 


20/12/13

Paradise Alley


Durante la mañana de hoy estuve caminando por Avenida Mitre, las cuadras previas al Viaducto de Sarandí. Pasé dos locales que parecían cerrados salvando algún guiño de marketing barrial. 
Todos los signos armaban un puzzle con la imagen de desierto urbano: calor, suciedad y organismos invisibles.

De repente, olor.
Una inmensa burbuja de olor que me capturó en su interior para que la olfateara con mayor precisión. 
Podredumbre. 
Una fragancia vil que parecía emerger del contaminado canal Sarandí, condensada en el sopor del aire de estos días de calor. Avanzando algunos metros el olor se hacía más fuerte y podía distinguirse mejor. Era algo muerto. Un perro quizás. Un animal. 
Animales. Personas. Algo. 

Totalmente podrido, desprendía su fragancia póstuma, fermentada, expandida y empecinada en hacerse notar en su totalidad inmunda. 

Ahí recordé "Paradise Alley" (Callejón del Paraíso), un libro que compré a un precio de saldo inverosímil en un puesto de Plaza Italia. Mi lectura de viaje en la que descubro una prosa romántica y descriptiva por parte de Sylvester Gardenzio Stallone, su autor. 

El olor a podrido de los perros muertos de Hell's Kitchen, el barrio de New York donde transcurre la historia en el caluroso verano de 1946. El hedor, la suciedad. Los cadáveres de animales que se pudren, los viejos que piden a gritos desde sus ventanas a los niños que juegan en los callejones que los saquen de ahí antes de que sean peste en el aire. Que se conviertan en retazos diluidos en los pliegues del río, sobras para mojarras. 

Pequeños descubrimientos, rarezas elaboradas en 1978 para sorprender al curioso en el futuro, entre olores nauseabundos, calor y un paisaje poco alentador. Sentir en el aire la prosa que poco después quedaría inmortalizada en películas como RockyParadise Alley.

26/2/12

Despertares no tan tóxicos


El Señor Javier Downes sacó recientemente su primer disco solista, "Despertar en un dibujo atómico". A continuación una hermosa crítica del disco hecha por Francisco Picone.

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“Hermano: no todo está mal. Mirá lo que recorriste”

          Cita adaptada de "Gran Man"









Salió el disco de Javier Downes, señores. Y la espera no fue vana.

Trece canciones que son una fiel radiografía de cuerpo entero de este artesano del desamor, incesantemente autorreferencial en las buenas y en las malas.

Trece canciones precisas, completas, muy elaboradas; una larga confesión de cerca de cuarenta minutos que no cualquier cristiano estaría dispuesto a escuchar hasta el amén.

Trece canciones. Probablemente la manera más simple y menos arriesgada de introducirse en este fabuloso pantano mágico de lodo benigno que es el universo de Javier Downes.

Nos invita a sumergirnos en él ya desde Intro, el primer track. Con una amena atmósfera onírica, paisajística, de colores a medio camino entre luminosos y desconfiados de la vida; un pequeño viaje de placer artificial y duda.

Muchas dudas o una sola duda, que se desliza perpetuamente a la velocidad de la luz tenue. Planea a media altura, y llega a un abrupto final inesperado (¿aterrizaje forzoso?), dando lugar casi sin respiro al tema más crudo y compadrito de todo el disco.


Micro escolar, el bad boy track, la canción insana de “Despertar en un dibujo atómico”. “Este asado va a caerte pesado”, advierte. Y por lo amenazante del clima, parece hablarle al escucha siendo ese asado una alegoría del disco que está apenas arrancando. Cargada de tinta -roja, naturalmente- de calles empedradas, llenas de amenazas que rezan navajas y tajos. Canyengue del siglo XXI en clave de hip hop sudaca.

La siguiente canción, Amantres, es un peluche cariñoso en comparación. La contracara inocente y esperanzada. “Pongo toda mi sensibilidad para no hacerte mal / quisiera soltar la represa de tu amor y disfrutar”, dice, entregando enormes olas de pureza y optimismo. Aunque siempre persiste la duda, ese desconfío-de-la-vida inherente que se adivina a lo largo de todo el disco.

Párrafo aparte para la notable interpretación de la batería pura-sangre de Jorge Sabelón. Un armónico equilibrio entre el golpe seco, contundente, y la profunda gravidez y distensión propia de un sabio del instrumento (que conste: la semejanza con el apellido es pura coincidencia).      
  
Internet se abre paso con el ingenioso recurso del ya retro sonido emblema del dial-up al conectarse a la web (metáfora precisa de los 90s). Otrora engorroso, hoy tan tierno que despierta la sonrisa de los más nostálgicos. El juego de palabras y consecuente guiño sonoro es decididamente lúcido:  “yo pasé por ahí para charlar con algún infeliz”, revela no sin antes dejar en claro su cinismo. Quienes lo conocen saben que no pasó por ahí sólo para charlar con algún infeliz sino para vivir en gracia con ese estado. Basta escucharlo decir “la internación es una linterna hacia vos” para comprender que quien nos interpela sí sabe de qué está hablando.

Siempre que esté cantando (siempre, señores), Javier nos está diciendo algo. No hay una sílaba que no esté sentida; concentra “puro sentimiento” el canto, el decir de Downes, y su devenir narrativo.

Buen momento es la otra balada del disco. Desde la introducción nos recuerda en su contexto sonoro a los últimos trabajos de Andrés Calamaro. Pianos tratados suavemente, trompetas cálidas, percusiones y guitarras acústicas acariciadas con dulzura. 

Llegamos a la sexta canción y ya está más que garantizado que la búsqueda camina -sinuosamente- por el barrio del eclecticismo: en esta oportunidad nos sorprende con una pieza de corte netamente jazzero. Clásico, elegante y acústico. Chiusso, es una inyección de swing que aporta instantáneamente la cuota necesaria para descomprimir el matiz agridulce saboreado durante la primera mitad del disco. Es una nueva introducción como puente a lo que será el costado más introspectivo del disco: el lado b, más ligado a su primera adolescencia.

Sí, señores, sin dudas este disco puede leerse perfectamente como los diarios íntimos que Javier nunca escribió. Al menos, nunca en un libro cerrado con candado, destinado al “querido diario” y dejado reposando bajo la suavidad de una almohada.

Abre este segundo tomo con dos canciones compuestas a sus 13 años: Gran man y Sin sentir (la última con ecos del rock latino de Santana). Paradójicamente, se trata de las canciones más proféticas y resplandecientes. Las de halo más místico. Aunque claro, siempre la duda.

Surge ya una reflexión casi ineludible: ¿Es posible la convivencia entre chicos internados que esperan “el evento” (o esperan estar muertos) y niños que saben amar y nadar en gotas contentas, todo eso a media canción de distancia? ¿Es posible el maridaje en un mismo disco de ritmos callejeros, sugerentemente violentos de una canción como Micro Escolar y aquellas guitarras empalagosas, backing vocals falseteados y abarrotados de miel de Amantres?

Es posible implorar ayuda (“sáname de esta tristeza”, en Chiusso) y plantarse casi en simultáneo, o apenas unos minutos después, como una especie de guía espiritual entregando parte de su iluminación (“me encontré un atajo a la eternidad”, en Sin Sentir “hay un rescate y lo tendrás que encontrar” en Gran Man). Sí, señores. En el universo de Javier Downes todo esto resulta posible. Y genuinamente. Quienes lo conocen pueden dar fé. Alcanza con escucharlo.

Sigue Canciones Bonitas, la primera de las tres que toma prestada de sus amigos. En este caso la autoría es de Gonzalo Formoso, actual bajista de El gran búfalo blanco, ex compañero de ruta musical de Javier al comienzo de esta década. El rock hablando acerca del rock, interrogándolo con dureza; exigiéndole “que suene bien la canción del horror”. El clima es levemente asfixiante, en sintonía con una interpretación vocal desgarrada que deja al oyente condenado a no quitarle los oídos de encima. Dentro de esta trama de diálogo sucede una frase en clave de cita, apenas perceptible, a Esa estrella era mi lujo, de Carlos Indio Solari. ¿Marcando territorio? ¿Homenajeando? De nuevo: el rock hablando del rock.

Turno ahora de La nariz del rey, composición del multiinstrumentista Julián Repetto, músico de Los Grumis, también ex partenaire musical de Javier, años luz atrás. Es un meta-reggae narcótico, oscuro y sintético. Un groove de influencias más bien blancas. A tono, casualmente, con la tónica de la lírica de la canción (ejemm).

El primer bonus del disco expone un Javier más puro y despojado. Un pedigree cruza entre Tanguito y Pity Alvarez. Por cierto, su arista más filosa. La del policía nos regala una frase memorable por su mordacidad: “¿Por qué te fuiste con un rati? / Hubiera preferido que te fueras con mi amigo”. Una composición redonda que se regocija en la tragicomedia. Un hit desgarrador que sobrevivió al reviente y viene en forma espectral. Otra faceta del universo de Javier (y van…). En el mismo track hay una segunda cita, esta vez más explícita: Por ejemplo, una canción de Mateo y Cabrera (próceres de la canción mística uruguaya) y seguimos con las declaraciones de principios estéticos. Marcando territorio una vez más para definir la línea conceptual del estilo de este joven cantautor santelmiano.

El segundo bonus es una canción de Diego Briata, quien supo ponerle la guitarra a las composiciones de Javier cuando tocaban juntos (también con Julián Repetto) en su grupo de la adolescencia, La Infinita. S.O.S. también viene con ciertos ecos jamaiquinos, contiene un lirismo barrial –de vuelo enigmático- y hace referencia explícita a un escenario ligado a la estimulación química al igual que La nariz del rey.

El encargado del arte de tapa es un polifacético artista del Sur del Conurbano Bonaerense, Fernando Ghersini, quien raciona su tiempo entre las letras, la experimentación sonora y los pinceles. En este caso con una obra por encargo del autor del disco. En perfecta concordancia con la esencia de Downes, la estética es meramente artesanal y desprejuiciada. Trazos simples, colores vivos. Referencias a un erotismo a medio camino entre naïf y perverso: un duende de espaldas, desnudo de la cintura para abajo,  siendo observado bajo la sugerente mirada de una princesa también desnuda (aunque en su caso de la cintura para arriba). Todo en el marco de un escenario idílico de fábula campestre, bucólica, onírica. Cordialmente asaltada por cierta simbología nuclear. ¿La moraleja? Saquen sus propias conclusiones, señores.

El nombre del disco es, una vez más, fruto del intertexto con la cultura rock. Una obvia referencia al título de una canción de Tango (José Alberto Iglesias, Ramsés VII): “Despertar en un refugio atómico”.

La otra referencia obvia a Tango (Donovan el protestón, Drago. Nunca “Feroz”, por favor): es la imagen generada cuando lo vemos dejar cuerpo y alma tocando solo con su guitarra de cuerdas de nylon cualquier madrugada de un día de semana en algún tugurio porteño.

El disco pasa por infinidad de momentos, estilos y estados de ánimo, pero hay un valor que dura, queda instalado en el escucha atento y es lo que genera: Respeto, señores. Genera respeto y atención, que acá hay arte genuino y verdadero. Hay alguien contando historias, hay alguien ahogado en gritos desesperados en busca del amor, la comprensión, la redención. Intentando librarse del dolor a través de la canción. Eso es para lo que Javier Downes está en este mundo.

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Para comprarlo recomiendo ponerse en contacto directo con su autor a través del siguiente correo: javaier@hotmail.com; también pueden adquirirlo en "Disquería T", Lavalle 744 o en "Abraxas", Av. Santa Fe 1270 Loc. 74/76. Para los curiosos, les dejo un video con una canción que forma parte del disco.

21/2/12

Renegados


Primero, un detalle. 

Rage against the machine hace una excelente versión de "Renegades of funk" que fue a través de la cual conocí la original, la de Afrika Bambaataa

Después el resto se dio solo, naturalmente; me refiero precisamente a hundirme como un yonkie a navegar entre la vieja old skool del hip hop y algunas cosas preciosas del funk. 

Esas distintivas bellezas aquí abajo: el germen negro.






Segundo, otro detalle. Hoy más que nunca desearía ser negro.

30/1/12

Confesionario musical


Confesionario, pero sin la presencia de Jorginho Rial, ni la de Cecilia Szperling ni párrocos de ningún tipo. A modo de agasajo, un banquete a compartir. 

La experiencia de libertad creativa entre un grupo estimado de diez personas es un acto de comulgación mínimamente exquisito. Exquisito y raramente acontecido en mi vivencia; quizás lo mismo suceda para otros. Me resulta muy significativo en este caso poder compartir dicha experiencia ahora. 

Cuando me refiero a libertad, es algo que afecta a cada partícula. Se prende como garrapata a los poros y se manifiesta en total plenitud como un estallido orgánico y espiritual. Como si volaran de repente Las Vegas dentro de un envase utilizado para esferas de nieve.

Hace unos meses -con entusiasmo, recaudo y sobre todo inquietud- empecé un taller/laboratorio/playroom de experimentación sonora que daba una colorida presentación de temario. Gratuito, inicial, prueba piloto. Todas las características definidas como experimentales e innovadoras dadas por defecto como carta de presentación. Además, gestado y coordinado por dos de los integrantes de un grupo experimental al cual sólo había escuchado por la web pero cuyo nombre generaba entre mis contactos respeto. “A los gauchos psicomísticos del miasma”

Me sentí agradecido por la admisión habiendo un cupo limitado y reconociendo mis limitaciones como músico, sumado que era un desconocido para los profesores. Emocionado, desde el momento de completar la ficha de inscripción, poseedora de un grado atractivo de composición. Amistosa pero más filosa que una primera entrevista con un terapeuta. 

Me siento agradecido, nunca mejor expresado en su literalidad, respecto a la sensación de bienvenido para formar parte del inicio y desarrollo del taller. Primero, al poner a prueba mi voluntad y constancia; no recaer en estados abandónicos que acompañaron casi todas las actividades que emprendí. Segundo, por sostener aún terminado el taller la experiencia y poder seguir disfrutándola. 

Un breve paréntesis. 

Nunca hice uno de los ejercicios de base que pedía el taller. Un compilado en CD. Retomando algún análisis retrospectivo de mi relación con la música, daba como ejemplo mis primeros cds, allá por 1994 en Foz do Iguaçu. “Dangerous”, de Michael Jackson, y “Acid eaters” de The Ramones. Esa combinación es parte de lo amplio, relajado pero selectivo que siempre fui con la música. Como hablé alguna vez con mi amiga Irupé, existe obviamente una relación con cierta música a nivel corporal, en otros casos más intelectual y en otros puramente espiritual o intuitiva. O puramente experimental, para crear desde el estado más puro y despojado, con el cuerpo y alma en acción.

Cierro el paréntesis, le pego una patada y me quedo con lo intuitivo, que forma parte de mi búsqueda en todos los aspectos de la vida, sin poder omitir la gran porción de raciocinio que me domina. Eso había comprendido muy bien Hernán Hayet, el único profesor de música al que fui a los 18 años para aprender a tocar el bajo. También entendió y siguió mi simpatía por tocar algo diferente, salirme de lo convencional. Y finalmente también entendió que en un momento me había aburrido de las clases y mi dispersión era muy alta.

La vocación musical siempre fue entre mis actividades, la que tenía más técnica, burocracia y obstáculos para implementar en forma práctica, por ello en la secundaria la tomé por el lado de cantar en varios grupos, o en realidad casi siempre el mismo pero bajo diferentes nombres y leves cambios de formación, pero casi siempre acompañado del hermano Fran. Después de mi primer instrumento –que no fue un bajo tal como había pedido sino una guitarra eléctrica porque el vendedor sugirió que iba a ser mejor para aprender y tocar solo- intenté tomar la iniciativa. El bajo para mí significaba groove, sexo, bajo perfil. Ideal. No quería el narcisismo molesto de la guitarra. Buscaba el núcleo del soul y durante un año, en paralelo con mis clases de bajo, en “La suma debilidad” me relacioné ampliamente y crecí a través de la ejecución del bajo como tal, ensayando una vez por semana, tocando en vivo y haciendo todo lo que hace una banda medianamente convencional, aunque ésta tampoco realmente lo fuera del todo. Pero ese es otro tema, otra canción, otro tópico. Una anécdota cariñosa levemente tétrica.

Dejé el bajo, lentamente. Colmado de polvo y roña. Nunca me acostumbré ni me encariñé de lleno con mi bajo actual siendo el previo del mismo luthier pero de cuatro cuerdas, otro formato, otra madera, otro color. Ese murió despedazado en un trágico acto de arrebato de rabia por parte de mi padre. Creo que el duelo material forma parte del rechazo. Y lo dejé en reposo, descansando verticalmente durante una década.

Hace unos meses volví a tocarlo por sugerencia de un amigo o ex amigo, Matías, de Good time for Dynacom. Quería un bajista y siempre hablamos de hacer música juntos, así que me invitó a probarme a su banda pero obviamente no estaba a altura de la circunstancia ni necesidad musical de ellos, por más simple que fueran de tocar todos sus temas.

La mencionada década –marcada entre 2001 y parte de 2011- me dejó aspectos de creación sonora más que musical. Un disco llamado “Ríos”, hecho con micrófono de pc, bases de Fruity loops y samplers de todo tipo; concebido en la oscuridad de algunas semanas de 2002/2003. Luego de eso un curso de edición musical, la posibilidad de una banda electrónica usando sintetizadores virtuales elaborados por nosotros mismos, emulando un Kraftwerk de Constitución. Abandonado. Retomé con “Pétalo de otoño”, lo más experimental que debo haber hecho donde recurrí a una guitarra criolla, cáscaras de una planta, didjeridoo, voz y flema. Escupir todo mi interior dentro de un cuarto. Escupiendo y vomitando sobre mí y toda la amplitud espacial de esa pieza que fue mi refugio del mundo exterior por unos meses. Todo eso, grabado con el micrófono de un reproductor mp3 en 2006.

Entonces,
¿qué confieso?

Confieso sintéticamente un camino buscado y el goce obtenido tras encaminar mi creación musical a través de lo experimental, no siendo este concepto el que más atractivo me generara a la hora de escucharlo pero logra convocar todo tipo de inquietudes gestarlo. Confieso que encontré un bosquejo de oasis poblado por personas diversas, heterogéneas en sus búsquedas y en su formación (musical y no musical). Un sistema de señas. Un espacio que considerado –o contemplado- desde afuera, me hubiera resultado inaccesible encontrar y permanecer.

Aprender sobre eso y relacionarse desde lo creativo, a veces estrictamente. Sentir esa posibilidad de compartir/se, la idea de ¡No hay banda! ni se sigue una pauta como tal en su concepción ni en su grado de vivencia; sí respecto al grado de compromiso como proyecto. Un punto justo de equilibrio, ese matiz gris tan sinuoso a la hora de atraparlo para los extremistas crónicos.

Entonces, como decía, confieso sentirme lleno de alegría y sentimientos positivos, alojado en un estado de gracia inmenso tocando en ensayos masivos o de grandes ausencias –incluso la propia- o en vivo, ante el bravo calor de las luces y los aires tropicales deformes. En ese sentido, me permito seguir descubriendo, si bien insisto en mi ineptitud musical acrecentada por falta de práctica. Me vuelco con una ejecución económica a compartir y desarrollar una idea colectiva coordinada y ciertamente, muy afortunada. Eso es parte de lo que ofrece NoiseLab Kabinett, o cual sea su nombre tan mutable como su formación; es parte de una idea de libertad a desarrollar. En el sonido, en la vida.

Un hallazgo, como dije antes. Un oasis cuando las inquietudes nunca daban con el espacio para largarse a nadar desnudas en la pelopincho, a la vista de todos los vecinos, maestros, profesores y familiares de mirada severa y criteriosa. Eso, básicamente, es mi sensación de sinestesia provocada por el taller/grupo humanoide/comunión sonora.

12/12/11

Pirelli 69

Secuencia de fotos pertenecientes al Calendario Pirelli de 1969 con fotografías de Harri Peccinotti. Para tener en el taller o en el garage de operaciones, y someterse. Sin olvidar la tabla de surf.

















1/12/11

Techno mash up

¿Qué resultaría en el caso de que se mezclaran dos canciones techno pop de los 80s contextualizadas por un lado (siniestra) en una película francesa y por el otro lado (diestra), en una partitura de Mario Bros.?

¿Te la sabés guachín?

Propongo que juguemos y probemos la experiencia juntos, ¿les parece?
Jugate conmigo. Vení, jugate ya.






Extraído del final de Beau travail, de Claire Denis 









Si te aburrís mientras mezclás, podés fumarte esto:

 o este bigote.

18/7/11

Deduzco


Que mentí. Mentí, mentí, mentí. En forma inconsciente, consciente, de todas las formas posibles y accesibles. Me traicioné y traicioné, aferrándome a la fantasía más que a cualquier atisbo de realidad; a los sueños, a los sueños que se adhieren a la piel como sustancias placenteras pero venenosas y que así la traspasan; colman de demonios en forma de tinta los órganos y todos los músculos. Y me traicioné. Me evadí, me llevé a mí mismo y a todo ese universo desperfecto, hacia los confines de una acción desafortunada. Llevé el sueño, el deseo, la realidad, la fantasía y la ingenuidad a un mismo plano de acción y desfiguración. Destrocé los interiores de cualquier cuarto, de mi cuarto, de aquella habitación confortable con su luz quebradiza que apenas parecía prendida; ese cuarto también lo destrocé, arranqué de sus interiores el estampado y los trozos de pared que asomaban entre las manchas de humedad. ¿Para qué? Para tornarme nuevamente en esa figura –figurita de álbum Panini no tan fácil de obtener pero fácil de preveer- que muchos ya conocen. Confusa, ambigua, frágil y siempre, pero siempre, merecedora de algún tipo de piedad, por esas mismas razones por las cuales es confusa, ambigua y frágil. Y a pesar de todo eso, una figura poseedora de cierta luminosidad esperanzadora e incluso sanadora. Con las necesidades inagotables, redentoras, perturbadoras, intensas, extrañas, incomprensibles pero siempre sinceras, a pesar de la mentira, que  están volcadas en aquel libro, en aquella causa, en aquellas palabras en boca y letra de Klaus Kinski: Yo necesito amar.  

7/2/10

Ceferino era uruguayo (o la danza de las algas marinas)

Si exisitiese un destierro para mí, o en todo caso, tuviera que exiliarme, hoy eligiría como destino el departamento de Rocha. Despojarme de cualquier ambición helada y hundirme en el mar frío, raspar mis pies contra la conchilla salvaje y las rocas filosas. Sentir durante la noche el acecho, el ojo curioso del faro y dejarme perder en las calles angostas hasta terminar en alguna playa oscura. Inundar mi cuerpo de la fragancia silenciosa de las hortensias, desayunar en algún carrito las comidas más contudentes y cargadas de triglicéridos que he visto en tiempo.



Untar mis manos y volver a dibujar el trazo sinuoso en las hojas del cuaderno de tapa marrón y ver, ocasionalmente canales de cable - el mismo cable que se conecta a esta casa - para esquivar el día o la inmensidad de la noche. Darme a la danza de las algas y sentirme con hambre. 



Hambre del espíritu que tira por dentro y desea salir del agotamiento del cuerpo. De las estructuras de soporte, de la locura del día, de los humores de la humanidad nefasta, de la vorágine vampírica. De los reflejos cansados y las acciones estereotipadas. Ir en marcha con los albatros hacia donde sea. 

Descansar la vista bajo la sombra de cualquier árbol y sentirme más anónimo que en Buenos Aires.
Sentirme extranjero realmente y descubrir otras simplezas y complejidades en el aire. Otros componentes a los habituales que van consumiendo la belleza.

Ceferino estuvo presente en Uruguay. Su vida de indiecito pro occidente, monástico, elegido para reinvindicar una paz que nunca existió. Una paz que se presentó en tantas oportunidades en Rocha. Sin tantos vicios europeos, sin aguardiente, timba ni escenario para el acoso y el ascenso del corpus Christi. 

Mi vía cruxis llegó hasta Punta del Diablo, un paraje ideal, donde uno siente encajar a la perfección con el idioma carente, la vida ausente y los sonidos del hábitat. Los visitantes de temporada quedan fuera del encanto, o lo alzan cuando es necesario.



Pero ser turista es parte de eso. Volver. Retornar del placer de los 45'' del cigarro al trabajo de nuevo. Volver a los vicios, el smog, la crudeza del aire, el calor. Volver a sentir ambiciones sin límites ni propósitos. Volver a sentirse perdido pero organizado, con una agenda completa de actividades y un itinerario no cómodo, pero sí funcional a la comodidad del mundo. 



Ahí el indio palmao lleno de enfermedades papales, puede ser canonizado. Será un santo varón para la alegría de algunos vendedores de estampitas. Ahí siento la gravedad del mundo y quiero perderme como antes. Perderme en serio, en lo desconocido. En el misterio. En la belleza. Olvidar los tiempos y el capital humano siniestro. Sentirme rodeado de árboles, casas de paja pequeñas, aguas vivas noctámbulas y dulces de leche cremosos y cualitativamente más sabrosos.

Dejar que el renacer se vuelque sobre mí en su amplitud devoradora. Volver al campo de exploración. Dejar las nimiedades por un instante que dure toda la vida. 

Que pase bien.

13/10/08

Mis queridos blandengues




.Blandengue (según la Real Academia Española, atenti!)













1. adj. despect. Blando, con blandura poco grata.

2. adj. Dicho de una persona: De excesiva debilidad de fuerzas o de ánimo.

3. m. Ur. Soldado de caballería de la Guardia presidencial y de la Corte de justicia de la República Oriental del Uruguay.

12/10/08

El diván de Levrero

—Sue, Sue, Sue...¿no le dice nada?
—No, doctor. Ojalá me dijera algo. Es obsesionante.
—Para mí es muy claro, pero preferiría que lo dijera usted mismo.
—Oh, déjeme, doctor. Estoy cansado. Tengo sueño.
—¿Tiene qué?
—Sueño —respondí malhumorado—. Anoche no pude dormir bien. En realidad, hace varias noches...
—Sue... ño —el psiquiatra sonreía ampliamente y se frotaba las manos— Sue... ño. ¿Comprende?
—¿Sue... sueño? Oh, es una estupidez. ¿No puedo dormir porque me obsesiona la palabra sueño? ¿O la palabra me obsesiona porque no puedo dormir? Es un círculo vicioso que no explica nada.
El psiquiatra señaló con la punta del lápiz una hoja de apuntes. Seguía sonriendo con satisfacción.
—Su padre, según usted mismo me dijo hace un rato, era profesor de inglés.
Yo asentí.
—A ver, entonces, asocie un poco más. “Sueño”, en inglés...
—”Dream” —respondí rápidamente — Se dice “dream”, ¿verdad?
—Exactamente. Ahora busque un anagrama... cambie de lugar las letras, busque un poco...
Yo resoplé.
—Eso del complejo de Edipo...qué tontería. ¿Estoy enamorado de mi madre?
—Digamos que la busca. “Madre” se reordena en su inconsciente subyugado por un superyo paterno, formando la palabra inglesa “dream”. Pero la represión no permite que aflore tal cual; lo traduce al español, y aún así sólo puede aflorar parcialmente, y disfrazado con un nombre de mujer, otra vez en inglés... De paso, recompone la pareja padre-madre, una evocación femenina y masculina al mismo tiempo. Allí tiene a su Sue.
—El anagrama podría ser también “merda”, en italiano —me había invadido una furia irracional— Mierda, ¿no le parece? Uno de mis abuelos era italiano, y...
—Es lo mismo. La regresión lo lleva a las etapas anales de organización de la libido. Mierda, madre. Lo que habría que estudiar es el porqué de esta regresión. ¿No está satisfecho con el sueldo que gana, con su clase, con el trabajo que realiza...?
—Oh, creo que sí. Demasiado satisfecho, tal vez.
—¿Demasiado?
—Bueno, quiero decir... Hay una chica clase F, que...

Extraído de Los ratones felices (Espacios libres)

Robo a cinco manos y 7 pies de altura

Estimado Jorge Mario Varlotta Levrero,

Le dejo escrita esta carta en su nicho ya que considero que robó ideas puntuales de mi libro Espectros mudos y aunque las haya trabajado magistralmente, no puedo más que sentir rabia cada vez que vuelvo a leer sus cuentos. Para ser más exacto y usted pueda asegurarse de la validez de mi intimación, le comento que su cuento Noveno piso es claramente una alteración de mi cuento Escaleras; no podría haber sido menos alevoso su plagio. Que quede claro que no estoy considerando un diálogo que jamás fue publicado y no sé cómo lo habrá obtenido. Le recuerdo caballero que era para la revista El mal paso, que según decían era una obra teatral imposible de representar y pertenecía a la sección El ascensor. De todas formas, su proceder es totalmente erróneo y temo que si sigo leyéndolo, con todo respeto, cada vez encontraré más similitudes entre su obra y la mía. Sepa disculparme, pero no creo en las casualidades y sí en los imitadores y vividores del prestigio ajeno. De ahora en adelante, me dedicaré a copiarle y no le daré tregua a esta venganza sin nombre, sin fin.

Atentamente,