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24/10/16

Tía Ursulina, la pintura y yo



Cinco años después de Jorge Julio, mi hermano mayor y cuatro años antes de Edgardo, nacía en Buenos Aires Alberto Tomás Greco (yo). Lo escribo así para darle un poco más de importancia y al mismo tiempo hacer el cuestionario menos aburrido.

Según comentario de algunos, soy hijo de Úrsula, mi adorada tía materna: pero no es cierto, porque en ese 14 de enero de 1931, mi tía Ursulina hace 2 años estaba en Tokio, junto con mi tío Matías, adonde habían ido en un principio para participar en un certamen de barriletes y luego se quedaron hasta el invierno del 33. De todas maneras puedo decir, porque tengo ganas y porque tengo ganas y porque me gusta la idea que soy hijo de mi tía Ursulina y no de Ana Victoria Disolina Ferraris como figura en el insoportable papel de la identificación. Al regresar tía Ursulina de Japón recuerdo que trajo infinidad de objetos fabulosos, pero que no me dejaron tocar por miedo a que los ensuciara; tampoco verlos, por miedo a que me entusiasmara con ellos. El regalo que venía con mi nombre tía Ursulina los trajo hasta el dormitorio (yo tenía entonces dos años o dos años y medio, o quizás ya tres). Estaba envuelto en un papel extraño entre color tostado y violeta. Por supuesto rompí inmediatamente el papel, ante la sonrisa de tía Ursulina, encontrando una jaula (creo que era de mimbre). El ave (imagino un faisán) estaba tan asustado como yo. “Ponéle un nombre y sean amigos”, dijo tía Ursulina.

Esa noche dormí con la jaula del faisán al lado de mi cama. Muerto de miedo. Francisco José –mi padre- entonces y hasta que se jubiló, trabajaba en el Banco de Italia. Yo no lo veía nunca, y los únicos regalos que me hacía eran unos lápices de tinta que robaba del banco y unas gomitas para paquetes que también las sacaba de allí.

Las horas de siesta que mis parientes utilizaban para morirse un poco, yo jugaba en el vestíbulo y en el patio grande con el faisán (no estoy seguir de que lo fuera) y con los lápices de tinta. Puedo decir, con un poco de remordimiento (un poco nada más), que no dejé una sola baldosa del patio sin garabatear. Cuando se les acababan las puntas a los lápices, yo mismo se las sacaba raspándolos contra la pared.

A todo esto, el faisán parecía divertirse conmigo. Luego que mi madre se despertaba a la siesta, tomaba mate en casa y yo chocolate con mucha leche para que no me diera urticaria.

Los rayos del sol daban a los garabatos del patio un cierto brillo plateado pero casi no se notaban. En esa casa, por lo tanto, no me decían nada, pero en los días de lluvia, al mojar el agua los dibujos, las paredes, las persianas y todas las baldosas se teñían de violeta.

Al principio, el faisán no quería comer, como si tuviera pudor de hacerlo ante alguien, entonces yo me escondía en el dormitorio de mis padres y lo espiaba por las mirillas de las celosías. Pero luego fue tomándome confianza, andando detrás de mí por toda la casa (que era enorme), por los patios y por los dormitorios.

Un día, también a la hora de la siesta, él solo, sin mi autorización, decidió adelantarse y subir por la escalera del fondo que llevaba al altillo. Entonces yo fui un poco él mismo y lo seguí callado, en señal de complicidad, tratando como él había hecho conmigo, de que me sintiera acompañado en su curiosidad. Antes de llegar a la parte más alta de la escalera, que daba vuelta hacia una especie de balcón, me caí. Rodé. Sólo recuerdo el susto del faisán y el revolotear de sus alas, como intentando volar hacía mí, para salvarme. Por supuesto, pasé largos meses en cama. Perdí el habla y Jorge Julio sentía cierto placer en llamarme “el mudito” y traer a casa amigos para que me vieran. Creyeron que nunca más iba a hablar, pero no me despertaba la idea; al contrario, me gustaba.

Me hacían hacer extraños ejercicios, poniéndome botones bajo la lengua. No volví a ver al faisán; supe que tía Ursulina se lo había llevado a su casa de campo. Pero sin la jaula de mimbre, que quedó colgada en la cocina.

Más tarde, mi madre, con otras tías creyendo que yo no lo recordaba ni me importaba, comentó que el faisán había sido muerto a picotazos por dos gallos que habían logrado saltar el gallinero, allá, en el campo.

En esa época, ya no me interesaban los lápices de tinta que traía mi padre del Banco. Había descubierto algo mejor: los colores. Quizás, porque me recordaban al faisán.

Pintaba sobre cualquier papel pasando de los dedos mojados en saliva sobre esos redondeles de acuarela pegados sobre cartulina blanca con forma de paleta de pintor.

Pintaba todo el tiempo con los dedos.

Eran manchas muy raras. Jorge Julio insistía en que yo explicara el sentido de esas manchas de colores, qué querían decir, por qué las había hecho. En qué pensaba cunado las estaba haciendo. Quería a toda costa un explicación. Pero nunca supe que responderle, deseando continuar mudo toda mi vida para no tener que dar explicaciones nunca. Y también sordo, para no oírlas.

Alberto Greco

Publicado originalmente como respuesta a un cuestionario del fotógrafo Saamer Makarius que preparaba un libro sobre pintores argentinos que nunca vio la luz. En 1961, Greco lo leyó durante una sesión de la SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Argentinos).      

5/7/13

Moléculas del temporal


Hoy, quizás la afección que deja en mí el lánguido temporal
con su misterio que jamás podrá ser leído entre las líneas de la niebla,
mi organismo se siente degenerado -o fagocitado- por la incertidumbre.

Las tendencias del ocio a las que suscribo y me declaro
ciertamente
un adepto inerte que cuelga como moco viscoso,
sujeto al néctar del genital tecnológico.

Nuevamente
debo reconsiderarlo,
cuestionarlo sin más.

Insisto:
debo gestar esa puesta en movimiento en virtud del acto poético, la acción poética,
aunque tales cosas suenen de un modo horrible, aún expresan más de lo que dejaron de hacer.

Considerar esos pocos seres humanos que aún logran asombrarme y generan mi atención
con sus producciones, sus palabras, sus improvisaciones, sus creaciones, sus latidos.
Sostener en el tiempo el estado más apto para amar y ser amado,
ser más pretencioso, sin considerarlo un error o una vía equivocada.

Dejar que la naturaleza se apropie de lo que es suyo -todo-
y darle un beso en la frente sin antes solicitarle su bendición. 
Para toda causa, que es la misma pero todo lo reúne como sustancias. 

22/4/13

Pececito


Porque amamos el reino acuático y todas sus subcategorías. 




Por Jacques Cousteau y Steve Zissou.  
Por Nemo y las viejas del agua.
Por la chanchita enorme de mi abuelo Norberto.
Por las carpas y variedades de peces que intenté cuidar y murieron en el intento. 
Por la eternidad de las aguas vivas. 
Sólo por eso.

22/10/12

Restos de mi marea




Los restos como un forma de recordatorio.
Papel picado, bolsas de consorcio y de regalos.
Vasos amontonados, grietas en el cuerpo,
en la cabeza y en la memoria.

Restos, todos restos.
Resabios de un dragado mental,
excesos que dañan mi cuerpo,
tu cuerpo.

Un cuento de hadas que nuevamente leemos en la noche, 
prácticamente eterna,
culminada en la neblina espesa del bosque
invadido débilmente a través del sol lejano parpadeante.  

Una foto gigante tuya reprobándome
desde un pasado de desconocidos
y un viaje de aventuras exitosas.

Coordenadas deseadas y habitables
que fueran anotadas con marcador en un mapa geográfico mental.
Para regresar, hacerse pies, manos,
toda una tuna repleta de agua
dispuesta a fundirse en la tierra seca
para luego cambiar destinos.

Nuevas coordenadas.
Cambiar atuendos de tuna
por araucaria patagónica.  

Lamentable –desde el momento del repaso de un listado con
la sucesión de los acontecimientos-
no haber podido tomar conciencia presente de todos los daños.

Destrozar con tanta facilidad,
como un preparado vertiginoso de confetti con mis libros favoritos.
O esa lectura del cuento de hadas
declamada entre susurros con el calor de los gatos
y luces apenas brillando en el cuarto.

Triste nota al pie de eventos épicos llenos de amor,
con personas brindando amor,
y un disco homenaje treintañero como banda de sonido.

12/6/12

Never stop dancing



No se me ocurre la mejor banda de sonido para un gif como este pero quizás, quizás, quizás, me aproxime con ESTA.

24/10/11

El manuscrito de los secretos



Tiempos indefinidos donde todo se torna grandilocuente con drama, o apenas un rumor lejano corriendo por entre las rendijas de las persianas. Tiempos de confusión alborotada, donde algunas ideas comienzan a solidificarse -y otras ramificarse- junto con el renacimiento del espíritu épico, dando aires y deseos de albergar más luz e iniciar la búsqueda oceánica con escafandra flúor y la compañía de un coral movedizo con motor silencioso.

Pensarlo de algún modo como el escape de aquel lugar: el de la autosuficiencia y quizás eterna autocomplacencia del autodidacta. Tomar la rigidez de la institución para volcar seriedad a las manos y sus creaciones; emprender un camino de inquietudes con mucho más foco, con la linterna totalmente prendida, las velas ardiendo y la parafina dibujando los pasos por la noche.

Cuestionar dentro de la escasez morlaquera y el ocio, la actividad laboral. No buscando el placer en su núcleo, considerando simplemente no caer en los lugares por inercia ya pisados, los que serían las sanguijuelas de otros años, de siempre. Simplemente buscar un lugar más adecuado, donde la maldad y la aspereza no sean la norma fundacional y las energías puedan desenvolverse de otro modo.

Y pensar en esa gente bella que pasa y queda. Otras que sólo pasan, o dejan ser pasadas como por un portal hacia sitios desconocidos, no lejanos, simplemente desconocidos. Que dejan sus encantos, su amor. No pensarlos como cadáveres sino vivos y frescos como aquellos que quedan, o aquellos que están acercándose sin ser divisados aún. También aquellas bellas personas que se recuperan lentamente, porque uno -que es yo- posee la capacidad de la lentitud por lo que recuperar es un proceso complejo, lleno de detalles, metodismos y mecanismos no tan simples. No tan prácticos. Como su gestor -que es yo-.

Todo eso es auspiciante. Como el sol de la mañana eyectándose desde las profundidades de otro continente, quemando levemente los pastizales bañados en rocío de un campo abierto que infunde el temor del vacío, así como la grandeza de su amplitud. Pensar en los gestos, en las causas reales y merecedoras (portadoras) de la voluntad, del deseo y de la entrega. Como copos de nieve, como villancicos fuera de estación. Como el voto más bello de la historia de mi democracia, de mi elección natural ante la vida, escrita en bolígrafo sobre un papel borrador y llevado a la urna con una sonrisa amplia, secreta, colmada de fantasía y del deseo natural que comentaba:



 
VOTO A LA FUERZA DEL AMOR  

12/10/08

El diván de Levrero

—Sue, Sue, Sue...¿no le dice nada?
—No, doctor. Ojalá me dijera algo. Es obsesionante.
—Para mí es muy claro, pero preferiría que lo dijera usted mismo.
—Oh, déjeme, doctor. Estoy cansado. Tengo sueño.
—¿Tiene qué?
—Sueño —respondí malhumorado—. Anoche no pude dormir bien. En realidad, hace varias noches...
—Sue... ño —el psiquiatra sonreía ampliamente y se frotaba las manos— Sue... ño. ¿Comprende?
—¿Sue... sueño? Oh, es una estupidez. ¿No puedo dormir porque me obsesiona la palabra sueño? ¿O la palabra me obsesiona porque no puedo dormir? Es un círculo vicioso que no explica nada.
El psiquiatra señaló con la punta del lápiz una hoja de apuntes. Seguía sonriendo con satisfacción.
—Su padre, según usted mismo me dijo hace un rato, era profesor de inglés.
Yo asentí.
—A ver, entonces, asocie un poco más. “Sueño”, en inglés...
—”Dream” —respondí rápidamente — Se dice “dream”, ¿verdad?
—Exactamente. Ahora busque un anagrama... cambie de lugar las letras, busque un poco...
Yo resoplé.
—Eso del complejo de Edipo...qué tontería. ¿Estoy enamorado de mi madre?
—Digamos que la busca. “Madre” se reordena en su inconsciente subyugado por un superyo paterno, formando la palabra inglesa “dream”. Pero la represión no permite que aflore tal cual; lo traduce al español, y aún así sólo puede aflorar parcialmente, y disfrazado con un nombre de mujer, otra vez en inglés... De paso, recompone la pareja padre-madre, una evocación femenina y masculina al mismo tiempo. Allí tiene a su Sue.
—El anagrama podría ser también “merda”, en italiano —me había invadido una furia irracional— Mierda, ¿no le parece? Uno de mis abuelos era italiano, y...
—Es lo mismo. La regresión lo lleva a las etapas anales de organización de la libido. Mierda, madre. Lo que habría que estudiar es el porqué de esta regresión. ¿No está satisfecho con el sueldo que gana, con su clase, con el trabajo que realiza...?
—Oh, creo que sí. Demasiado satisfecho, tal vez.
—¿Demasiado?
—Bueno, quiero decir... Hay una chica clase F, que...

Extraído de Los ratones felices (Espacios libres)