Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

13/1/17

Piglia te boxea

El laucha Benítez cantaba boleros
de Ricardo Piglia



1

Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se quería sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia de cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsolado saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte del El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente.

De salida yo había sospechado que algo no andaba en la historia que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, receloso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo suyo tan indolente de caminar el ring para entrar en distancia, de su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pared, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la última luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hospicio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la brasa de los labios y después se quedó quieto, con los ojos vacíos, y de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desenterrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel, respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como esperando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, al cuerpito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso, boca arriba y como flotando en la temblorosa luz del amanecer.

De algún modo toda esa historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estrafalario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acercó a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo, la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahuyentó, embravecido, a punto de largarse a llorar y después se arrinconó junto al  Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba buscando la muerte.
Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí, una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obligado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par de guantes, tiró hacia delante la pierna izquierda, levantó las manos, se puso en guardia y empezó a boxear.

Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogiaban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mudo, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fatalidad de nacer con ese cuerpo espléndido y cerca del club Atenas. Daba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arremetidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con algún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una especie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de hambre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empecinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetiendo aunque estuviera destrozado.
La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en el que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hizo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Martínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recordar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescente, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chance, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box que era Archie Moore.

Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Durante un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido confuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de frente y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, demasiado atento a lo que pasaba  fuera del ring, a los fogonazos que caían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curiosidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore le había acorralado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikingo no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar, con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer. En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zurda de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino. Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pero sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sintió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia.

A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorralaba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo podían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Trataba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdido todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshecho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altura el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar porque ese es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y consideración alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.

Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfrente a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no cerrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pensando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, habiendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el título mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, solo como nunca volvió a estarlo.

2

En los cinco años que siguieron no hubo otra cosa que una larga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de inquietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él entre las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siempre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caballero capaz de respetar ese orgullo suicida.

De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, frente a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pureza de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Cayó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dormido, la cara rota, borrada por la sangre.

Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamente dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los promotores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa piedad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de confianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chance para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuernos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikingo. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siempre de espalda al público, como no  queriendo que lo reconocieran.

La troupe  andaba de gira por el interior y él se pasaba las tardes encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, esperando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de desenterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa, tratando de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la foto, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido, cuarteada en el papel quebradizo.

Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión melancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese cuadrado de soga levantado en medio de una plaza.

Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sueco o noruego, que no hablaba una palabra en castellano, y esa fábula, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su silencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.

Anduvo en eso más de dos años en los que apenas si habló con los otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y monótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, una tarde. La troupe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamente, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vieja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los tilos y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstinación, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia.

Fue allí después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chico, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser cantor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer feroz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo buscara, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acercarse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo quedó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, como si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados.

Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo adquiría la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebraciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Laucha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás, clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda, tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de oro, en el estilo de Julio Jaramillo.

El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio, sin hacer otra cosa que cambiar la posición de vez en cuando. A veces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asaltaban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmurar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movimientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío lerdos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión  fugaz de ese pacto con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El resto (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cuidados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de El Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un gesto de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo.

El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconderse, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado, sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intentaba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad de Moore y sus botitas de terciopelo.

Y esa tarde, cuando alguien le arrancó un pedazo de papel, el Vikingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe estaba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio vuelta hacia el Vikingo y lo rozaba apenas con la palma de las manos, despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja, arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sosegado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz.
Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse.
En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atribuyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano incontrolada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Laucha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito tití  y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamente. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavoneándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guardia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgulloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor.

Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; desde afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vikingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de madera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empezaba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer, y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, caminando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza.

Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes, sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los árboles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano. Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el movimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como ausentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamente a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos.

Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, perfeccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan que en ese tiempo el Laucha se  quedaba a dormir en el Atenas. Incluso llegaron a verlos, una mañana durmiendo juntos, la cabeza del Laucha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar a una muñeca. De todos modos nadie previó o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y suave, desafinada del Laucha cantando “El relicario”. Un viento espeso sopló toda la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extraño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amanecer que se filtraba por las ventanas, encontraron al  Laucha agonizando, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acariciándole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destrozada y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento.

24/10/16

Tía Ursulina, la pintura y yo



Cinco años después de Jorge Julio, mi hermano mayor y cuatro años antes de Edgardo, nacía en Buenos Aires Alberto Tomás Greco (yo). Lo escribo así para darle un poco más de importancia y al mismo tiempo hacer el cuestionario menos aburrido.

Según comentario de algunos, soy hijo de Úrsula, mi adorada tía materna: pero no es cierto, porque en ese 14 de enero de 1931, mi tía Ursulina hace 2 años estaba en Tokio, junto con mi tío Matías, adonde habían ido en un principio para participar en un certamen de barriletes y luego se quedaron hasta el invierno del 33. De todas maneras puedo decir, porque tengo ganas y porque tengo ganas y porque me gusta la idea que soy hijo de mi tía Ursulina y no de Ana Victoria Disolina Ferraris como figura en el insoportable papel de la identificación. Al regresar tía Ursulina de Japón recuerdo que trajo infinidad de objetos fabulosos, pero que no me dejaron tocar por miedo a que los ensuciara; tampoco verlos, por miedo a que me entusiasmara con ellos. El regalo que venía con mi nombre tía Ursulina los trajo hasta el dormitorio (yo tenía entonces dos años o dos años y medio, o quizás ya tres). Estaba envuelto en un papel extraño entre color tostado y violeta. Por supuesto rompí inmediatamente el papel, ante la sonrisa de tía Ursulina, encontrando una jaula (creo que era de mimbre). El ave (imagino un faisán) estaba tan asustado como yo. “Ponéle un nombre y sean amigos”, dijo tía Ursulina.

Esa noche dormí con la jaula del faisán al lado de mi cama. Muerto de miedo. Francisco José –mi padre- entonces y hasta que se jubiló, trabajaba en el Banco de Italia. Yo no lo veía nunca, y los únicos regalos que me hacía eran unos lápices de tinta que robaba del banco y unas gomitas para paquetes que también las sacaba de allí.

Las horas de siesta que mis parientes utilizaban para morirse un poco, yo jugaba en el vestíbulo y en el patio grande con el faisán (no estoy seguir de que lo fuera) y con los lápices de tinta. Puedo decir, con un poco de remordimiento (un poco nada más), que no dejé una sola baldosa del patio sin garabatear. Cuando se les acababan las puntas a los lápices, yo mismo se las sacaba raspándolos contra la pared.

A todo esto, el faisán parecía divertirse conmigo. Luego que mi madre se despertaba a la siesta, tomaba mate en casa y yo chocolate con mucha leche para que no me diera urticaria.

Los rayos del sol daban a los garabatos del patio un cierto brillo plateado pero casi no se notaban. En esa casa, por lo tanto, no me decían nada, pero en los días de lluvia, al mojar el agua los dibujos, las paredes, las persianas y todas las baldosas se teñían de violeta.

Al principio, el faisán no quería comer, como si tuviera pudor de hacerlo ante alguien, entonces yo me escondía en el dormitorio de mis padres y lo espiaba por las mirillas de las celosías. Pero luego fue tomándome confianza, andando detrás de mí por toda la casa (que era enorme), por los patios y por los dormitorios.

Un día, también a la hora de la siesta, él solo, sin mi autorización, decidió adelantarse y subir por la escalera del fondo que llevaba al altillo. Entonces yo fui un poco él mismo y lo seguí callado, en señal de complicidad, tratando como él había hecho conmigo, de que me sintiera acompañado en su curiosidad. Antes de llegar a la parte más alta de la escalera, que daba vuelta hacia una especie de balcón, me caí. Rodé. Sólo recuerdo el susto del faisán y el revolotear de sus alas, como intentando volar hacía mí, para salvarme. Por supuesto, pasé largos meses en cama. Perdí el habla y Jorge Julio sentía cierto placer en llamarme “el mudito” y traer a casa amigos para que me vieran. Creyeron que nunca más iba a hablar, pero no me despertaba la idea; al contrario, me gustaba.

Me hacían hacer extraños ejercicios, poniéndome botones bajo la lengua. No volví a ver al faisán; supe que tía Ursulina se lo había llevado a su casa de campo. Pero sin la jaula de mimbre, que quedó colgada en la cocina.

Más tarde, mi madre, con otras tías creyendo que yo no lo recordaba ni me importaba, comentó que el faisán había sido muerto a picotazos por dos gallos que habían logrado saltar el gallinero, allá, en el campo.

En esa época, ya no me interesaban los lápices de tinta que traía mi padre del Banco. Había descubierto algo mejor: los colores. Quizás, porque me recordaban al faisán.

Pintaba sobre cualquier papel pasando de los dedos mojados en saliva sobre esos redondeles de acuarela pegados sobre cartulina blanca con forma de paleta de pintor.

Pintaba todo el tiempo con los dedos.

Eran manchas muy raras. Jorge Julio insistía en que yo explicara el sentido de esas manchas de colores, qué querían decir, por qué las había hecho. En qué pensaba cunado las estaba haciendo. Quería a toda costa un explicación. Pero nunca supe que responderle, deseando continuar mudo toda mi vida para no tener que dar explicaciones nunca. Y también sordo, para no oírlas.

Alberto Greco

Publicado originalmente como respuesta a un cuestionario del fotógrafo Saamer Makarius que preparaba un libro sobre pintores argentinos que nunca vio la luz. En 1961, Greco lo leyó durante una sesión de la SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Argentinos).      

30/3/15

Radioterapia

Menos ionizante que la radioterapia pero con poderes al fin, este espacio que denominé "Crítica cultural" -con cierto humor y vanidad, por qué no- es donde estaré actualizando los audios de la columna de cultura que hago en el programa TKn Radial en FM La Tecno 88.3.

9/4/14

Lecturas


"Cuando leía [Ambrosio, obispo de Milán] sus ojos corrían por encima de las páginas, cuyo sentido era percibido por su espíritu; pero su voz y su lengua descansaban. A menudo, cuando yo me encontraba allí, pues su puerta no estaba jamás prohibida a nadie, entrando todo el mundo sin ser anunciado, lo veía que estaba leyendo en voz muy baja y jamás de otro modo. (...) Quizás evitaba una lectura en alta voz, por temor a que algún auditor atento y cautivado le obligase, a propósito de algún pasaje oscuro, a perderse en explicaciones, a discutir sobre problemas difíciles y a perder así una parte del tiempo destinado a las obras cuyo examen se había propuesto; y después la necesidad de cuidar su voz, que se quebraba con gran facilidad, podía ser también una razón justa de leer en voz muy baja. Sea lo que fuese, y fuera cualquiera el motivo que a ello le indujese, sólo podía ser bueno en un hombre como él".
San Agustín, "Las Confesiones", Barcelona, Editorial Juventud, 1968.

31/8/13

Profetas pesados


El miércoles 28 de este mes inauguró "Profecías pasadas" en Pasaje 17. Curada por Celina Marco, es la intervención del baño de mujeres de la galería. Los textos se basan en una selección de diferentes series de fotografías de Anatole (Rodrigo Salvador). El día de la inauguración Claudio Bidegain hizo una performance sobre la muestra llamada "Transmutación del recuerdo". 



Un panorama de lo intervenido.

Profecías pasadas





En aquellas primeras décadas la música solía estar acompañada por infantes. 
Vestían mamelucos bermellón, los peinaban con raya al medio inmaculada.
Repetían siempre un mismo paso coreográfico, 
luego se quedaban quietos amontonados en un rincón.

Una señora de inmensa y exuberante cabellera pasaba a retirarlos,
los metía uno a uno en una bolsa de consorcio para la congoja y decepción del público.

Ese recuerdo inauguró mis primeras tristezas,
el mismo tenor violento de los cascotes que emergían del techo de la casa de mis padres.
Corría cuán rápido me permitieran mis piernas para esquivarlos al cruzar el living 
hasta alcanzar mi habitación evitando los trazos de sangre 
aquellos que decoraran aleatoriamente mi espalda.

Mientras una cuadrilla pavimenta mi calle
repaso entre cada interrupción de la obra,
entre cada pasaje de silencio -respiro, también-,
mi cuaderno de apuntes con mis primeras tristezas.
  
Cubiertos de olor a hidrocarburos 
se propagan y expanden por mis sábanas
cubriendo mis manos de viscosidad. 
Mis dedos se aventuran en páginas en blanco
intentando apresurarse a adelantar un futuro lleno de grietas,
tapizado por una mezcla de hormigón caliente, 
tejido por la flota proletaria del ruido,
de las máquinas insolentes.

Bajo capas de asfalto resisten los baños portuarios primitivos 
donde mis noches de desvelo me llevaban a ciertos parajes estivales. 
Invitaba a marineros y pescadores por igual, 
entre copas que trastabillan y caen junto a la saliva indescifrable y los insultos copiosos,
para que se prestaran a explorar mi cuerpo vuelto residuo cívico, 
materia de testimonios orales distorsionados en cada nueva narración.

Me atraviesa el aviso profético del alemán de Camelle: 
“En mi sueño, el alquitrán entra en mí, se me pega en los huesos. 
Lo siento por todo el cuerpo. Seguirá llegando alquitrán hasta que no quede alquitrán en el mar, y cuando ya no llegue alquitrán, vendrá una ballena negra, muerta. 
Entonces la enterraré y todo habrá acabado para mí. Diré adiós”. 

Siento la nostálgica desaparición del mundo de Manfred Gnädinger y luego, años después, de su obra escultural, destrozada por un temporal que decidió llevarse toda su creación junto a la marea baja que deja su marca de sal y los recuerdos una ceniza.




1. Anatomía de una guerrera

Releo algunas anécdotas y siento el peso lejano de una angustia
que se traduce en otras, infinitas e incesantes mientras mi mente las embate.
Un yelmo pelado, repleto de heridas de disturbios ancestrales
que dejaron desnudo un heraldo con su soberana imagen
devenida criatura grotesca e incomprensible.
Una cota de malla deshilachada y empetrolada
con inscripciones adosadas aún visibles:

"En un campo de plata, un oso rampante de sable (negro) armado y linguado de gules (rojo). 
Al timbre, una corona de oro decorada con ocho florones del mismo metal, vistos cinco".   



El agua lavará tus pies pero jamás saciará tu sed. 





2. Maqueta de un cumpleaños
La memoria de las páginas -es prudente mencionarlo- pierden sentido
a medida que el asfalto se extiende y el atardecer está signado por la demora. 
El desvelo diurno se regocija en la exhibición obscena de situaciones,
nombres, apellidos, direcciones y un conjunto de coordenadas 
que estallan la cartografía de mi organismo. 
Intento escuchar esa vieja música de cumpleaños
que ponían mis tías en el cassette azul.
Veo las caras del grupo de niños repitiendo los pasos de baile
fosilizándose a cada segundo en un extremo de la casa. 
La señora atraviesa mis recuerdos subida a una topadora, 
empujando bolsas de consorcio desbordadas junto a mis memorias
traducidas en escombros y pedazos de tierra. 


 ¡Líbrate de tu raíces materiales, húndete en las aguas de Walden!


Instrucciones para el papel higiénico:

Pergamino económico para utilizar con descuidada moderación.
Reúna una cantidad significativa de recuerdos.
Si acaso encontrara su primera tristeza, triturarla en el papel bajo algún signo de escritura.
Retire su contenido memorial del recipiente.
Haga un bollo con el mismo durante unos segundos. 
Vuélquelo en el interior del inodoro.
No olvide presionar la cadena al despedirlo. 


Y algunos consejos escritos en los zócalos:

El silencio de las voces oficia como carril para recuerdos asfixiantes.

Todo atardecer es desamparo, refugio para un pasado temeroso.
Ansioso de cuerpos, sediento de tristezas. 


Finalmente, algunas fotos y un video de la performance de Claudio Bidegain que le dio cuerpo y voz a la dispersión de palabras e imágenes.





20/5/13

Plantando el cemento

Estimados mutantes de todas las variedades,


tengo el agrado de presentarles "Plantando el cemento", un trabajo hecho en conjunto con Mar durante estos meses.

Pueden descargarlo a través de este mismo Scribd en PDF o leerlo on-line en este blog o por acá.

Que lo disfruten y como último deseo respecto a este trabajo, que de aquí en más se expanda como hierba salvaje.

22/3/13

Todo silencio




Querida Liliana

A propósito de todo silencio

que en otro sentido también es todo ceguera:  

Alguna luz ilumina metálicamente

las páginas de vidrio de presentes y futuros libros.

Libros inciertos,

sin el aliento de los folios al hojearse,
sin la caricia simbólica del cuño de plomo en la retina,
letras ausentes de todo reposo en las pupilas.

Sepultada la muerte,

Desfallecen el juego, el tiempo y la memoria;
y la catódica luz se extiende hasta la ceguera.

Sólo los dioses saben si alguna forma se ordenará tras ella.


Desde hace tiempo vengo hablando de la peste.

Rodeados de una mirada ausente,
registramos el horror como un fenómeno de información efímera
y el consuelo se acerca con el olvido en la imagen siguiente.

No hay detención.

El horror no es real,
sólo imagen y no sucede.
El horror no tiene tiempo.
Ya fue.

Es descartable,

lamentablemente los protagonistas de ese horror somos nosotros mismos
y nos corresponden los mismos atributos de intemporalidad y
descartabilidad.

Hemos perdido el cuerpo,

extrañamente en el mismo momento en que todo
es imagen del cuerpo.

Este malestar, esta angustia, hace que

a veces toda expresión no sea más que un epitafio,
un hecho arqueológico
que en tiempo presente pretenda un registro de esperanza.

Texto de Fernando Fazzolari dedicado a Liliana Maresca. El mismo fue prólogo de su muestra "Todo silencio".

5/1/12

Peronismo digital y poético para todos

Un libro muy atractivo de Carlos Gradín llamado Spam acerca del peronismo en sus múltiples interpretaciones y discursos preexistentes. No apto para aquellos que padecieron convulsiones viendo animé.  

20/12/11

El pájaro de fuego


En cierto reino vivía el zar Berendéi con sus tres hijos: los zaréviches Piotr, Vasili e Iván. Poseía el zar un hermoso jardín con un manzano que daba frutos de oro. El zar cuidaba mucho de este manzano: contaba las manzanas todas las noches y volvía a contarlas todas las mañanas. Y una vez advirtió que durante la noche, alguien había entrado en el jardín, pues faltaba una manzana. Lo mismo comenzó a suceder noche tras noche. El zar puso guardias en el jardín, pero nadie podía descubrir al ladrón.

Triste, el zar dejó de comer y de beber, perdió la tranquilidad y el sueño. Sus hijos le decían para consolarle:

—No te apenes, querido padre, nosotros mismos guardaremos el jardín.

Piotr, el hijo mayor dijo:

—Hoy me toca a mí vigilar el jardín.

Al anochecer fue a cumplir su cometido, pero por más vueltas que dio arriba y abajo, no descubrió a nadie. Entonces se tumbó en la hierba y se quedó dormido. Cuando despertó faltaban varias manzanas de oro.

Temprano en la mañana el zar llamó al zarévich Piotr:

—¿Me traes buenas noticias? ¿Has descubierto al ladrón?

—No, querido padre; en toda la noche no he dormido, no he pegado un ojo, pero no he visto a nadie.

A la noche siguiente fue el zarévich Vasili a guardar el jardín y también se durmió. Por la mañana faltaban más manzanas de oro.

—Hijo mío —le preguntó el zar— ¿has visto al ladrón?

—No, padre. He estado al acecho, no he cerrado los ojos, pero no he visto a nadie.

Le tocó al hermano menor, el zarévich Iván, hacer la guardia en el jardín. Por miedo a quedarse dormido, no se atrevía ni a sentarse. Si sentía sueño se lavaba con el rocío que bañaba la hierba y reanudaba la vigilancia.

A eso de la medianoche, un gran resplandor iluminó el jardín como en pleno día. El zarévich vio que un pájaro de fuego estaba posado en una rama del manzano y picoteaba las manzanas de oro.

Iván se acercó sigiloso al manzano y asió de la cola al ave. Pero el pájaro de fuego se debatió con tanta fuerza que logró escapar, dejando en la mano del zarévich una pluma de su cola.

A la mañana siguiente, el zarévich Iván se presentó ante su padre.

El zar le preguntó:

—Di, querido Iván, ¿has visto al ladrón?

—No lo he atrapado, querido padre, pero sé ya quién comete fechorías en vuestro jardín. Aquí tienes un recuerdo del ladrón. Es el pájaro de fuego.

Tomó el zar la pluma y recobró el apetito y el buen humor. Pero he aquí que una mañana se levantó con el pensamiento puesto en el pájaro de fuego. Llamó a sus hijos y les dijo:

—Queridos hijos ¿por qué no vais a recorrer el mundo hasta encontrar al pájaro de fuego? Si no lo hacéis así, cualquier día volverá por aquí a robarme mis manzanas.

Los hijos se inclinaron ante su padre, ensillaron briosos corceles y se pusieron en camino, cada uno en una dirección.

El zarévich Iván cabalgó mucho tiempo y llegó a una encrucijada. Allí, en un mojón de piedra, estaba escrito:

“Aquel que siga por el camino de en medio, sufrirá frío y hambre; el que coja el de la derecha, saldrá sano y salvo, pero perderá su caballo; y el que vaya por el de la izquierda, será asesinado, pero su caballo vivirá.”

Tras reflexionar un instante, el zarévich Iván tomó por el camino de la derecha. Cabalgó durante tres días y llegó a un bosque grande y sombrío. De pronto, un lobo gris le salió al encuentro. Sin dar tiempo a que el zarévich desenvainara la espada, el lobo degolló a su caballo y despareció en la espesura.

Quedó Iván muy entristecido. ¿A dónde podía ir sin el caballo?

—En fin —se dijo— iré a pie.

Caminó el zarévich Iván hasta que se sintió invadido de un cansancio mortal. Apenas se había dejado caer agotado sobre un tronco, cuando un gran lobo gris surgió del bosque:

—¿Por qué, zarevich Iván, te veo tan triste, tan abatido? —preguntó el lobo.

—¿Cómo no voy a estarlo, lobo gris? Me he quedado sin mi buen caballo.

—Tú fuiste quien escogió este camino. Sin embargo me da pena verte tan cabizbajo. Dime ¿qué te lleva tan lejos? ¿A dónde vas?

—Mi padre, el zar Berendéi, me ha enviado a recorrer el mundo en busca del pájaro de fuego.

—En tu buen caballo no hubieras encontrado el pájaro de fuego en tres años. Sólo yo sé dónde anida y sólo yo puedo ayudarte a atraparlo. En fin, ya que me he comido tu caballo, te serviré fielmente. Monta en mi lomo y sujétate con fuerza.

El zarévich Iván obedeció y el lobo salió disparado, cruzando como una exhalación los bosques y los lagos. Por fin llegaron a una fortaleza de altas murallas. El lobo se detuvo y dijo:

—Escúchame Iván Zarévich, y recuerda bien lo que te digo. Salta la muralla, y no tengas miedo, que toda la guardia está durmiendo. En un palacete verás una ventana en la que hay una jaula de oro con el pájaro de fuego. Toma el pájaro y guárdalo en el seno, pero ten buen cuidado de no tocar la jaula o te sucederá una gran desgracia.

Saltó el zarévich Iván la muralla y vio el palacete en cuya ventana descansaba la jaula de oro con el pájaro de fuego. Tomó el ave y la ocultó en el seno, pero quedó encandilado mirando la jaula. En su corazón se encendió la codicia. “¿Acaso puedo dejar aquí una jaula tan preciosa?”, se dijo. Olvidó el zarévich lo que le había advertido el lobo y tendió la mano hacia la jaula. Pero en cuanto sus dedos la rozaron, sonaron en toda la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich Iván y lo llevó ante el zar Afrón.


El zar Afrón montó en cólera y preguntó al zarévich Iván:

—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?

—Me llamo Iván Zarévich, hijo del zar Berendéi. Tu pájaro de fuego acostumbra robar las manzanas de oro del jardín de mi padre. Entonces él me envió a buscarlo y atraparlo.

—¡Qué vergüenza! ¡El hijo de un zar metido a ladrón! Si hubieras venido honradamente y me lo hubieras pedido, te lo habría dado, movido por el aprecio que tengo a tu padre. Aunque, mira, si me prestas un servicio, te perdonaré e incluso te daré el pájaro de fuego. Pero tendrás que cruzar los veintinueve países, hasta llegar al trigésimo, donde reina el zar Kusmán, y traerme su caballo de crines de oro.

Muy triste regresó el zarévich Iván a dónde le estaba esperando el lobo gris. El lobo le reprochó:

—¡No te dije que no tocaras la jaula! ¿Por qué no me hiciste caso?

—Perdóname, por favor! ¡Perdóname lobo gris!

—¡Monta! ¡Enganchado al carro, no te quejes de la carga!

De nuevo corrió el lobo más veloz que el viento llevando encima al zarévich Iván. En poquísimo tiempo llegaron a la fortaleza del zar Kusmán. El lobo se detuvo y dijo:

—Salta el muro, zarévich Iván. La guardia está durmiendo. Ve a la cuadra y saca de allí el caballo, pero ten buen cuidado de no tocar la brida, o volverá a sucederte una gran desgracia.

Saltó el zarévich Iván el muro, aprovechando que la guardia estaba durmiendo, se introdujo en la cuadra y atrapó el caballo de crines de oro; iba ya a partir cuando vio la brida de oro que colgaba de la pared y se dijo: “¿Cómo voy a llevarme el caballo sin la brida?¡Y es tan hermosa!” Pero en cuanto tocó el zarévich la brida, al instante sonaron en la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich y lo llevó ante el zar Kusmán.

—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?

Soy el zarévich Iván, hijo del zar Berendéi.

¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que robar un caballo? ¡Pero si eso  no lo haría un simple mujik! (1) ¡Si hubieras venido a mi encuentro honradamente, yo, por respeto a tu padre, te hubiera regalado mi caballo! En fin, zarévich Iván, te perdonaré si me prestas un servicio. El zar Dalmat tiene una hija que se llama Elena la Hermosa. Ráptala, tráela aquí y te daré el caballo de crines de oro con su brida.

Más triste todavía que antes regresó el zarévich Iván a donde le estaba esperando el lobo.

—¿No te dije, zarévich Iván —le reprochó el lobo—, que no tocaras la brida? ¿Por qué no me has hecho caso? ¡Yo me desvivo por servirte y tú lo echas todo a perder!

—¡Perdóname, te lo suplico! ¡Perdóname, lobo gris!

—En fin, monta sobre mi lomo.

Y el lobo gris partió veloz como el viento. En poco tiempo llegaron al reino del zar Dalmat. En el jardín de la fortaleza paseaba Elena la Hermosa, acompañada de sus ayas y criadas. El lobo gris dijo:

—Esta vez, zarévich, iré yo mismo a buscar a la princesa. Tú emprende el regreso, que pronto te daré alcance.

Emprendió el zarévich Iván el regreso y el lobo gris saltó el muro y se introdujo en el jardín. Se agazapó al pie de un arbusto y vio que Elena la Hermosa salía al jardín con sus fieles servidoras. Elena estuvo un buen rato paseando y, en cuanto quedó un poco a la zaga de sus ayas y criadas, el lobo la asió de sus ropas, se la echó al lomo y huyó con ella.



Iba el zarévich Iván por el camino y de pronto vio que el lobo, llevando a Elena la Hermosa, le daba alcance. El zarevich Iván se puso muy contento.

—¡Monta sin perdida de tiempo! —gritó el lobo—. ¡Van a perseguirnos!

El lobo corría veloz, cruzando como una exhalación bosques, ríos y lagos. Por fin, llegó con Elena la Hermosa y el zarévich Iván al reino del zar Kusmán. Preguntó el lobo:

—¿Por qué te veo tan triste y abatido, zarévich Iván?

—¿Cómo quieres que no esté triste, lobo gris? ¡Amo a Elena la Hermosa con todo mi corazón! ¿Acaso puedo cambiarla por un caballo?

El lobo gris le respondió:

—No te separaré de tu amada. Voy a transformarme en Elena la Hermosa y tú me entregarás al zar Kusman. Mientras, la princesa te aguardará en este bosque y, cuando tengas el caballo de crines de oro, vendrás a buscarla. Partid enseguida los dos, que yo me reuniré con vosotros un poco más tarde.

Escondieron a Elena en una cabaña que había en medio del bosque. El lobo dio una voltereta y quedó convertido en Elena la Hermosa. El zarévich Iván lo llevó ante el zar Kusmán. El zar se alegró mucho y dio las gracias al zarévich diciéndole:

—Te agradezco mucho, Iván Zarévich, que me hayas traído la novia. Toma el caballo de crines de oro con su brida.

Montó el zarévich Iván a lomo del caballo y fue en busca de Elena la Hermosa. La sentó a la grupa del corcel y se dirigió al reino del zar Afrón.

Mientras, el zar Kusmán se casaba. El festín se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando se hizo la hora de dormir el zar llevó a Elena la Hermosa a su habitación, pero en cuanto se acostó a su lado vio que el lugar de su joven esposa estaba ocupado por un lobo. El zar, espantado, se cayó de la cama, y el lobo huyó.




Dio el lobo gris alcance al zarévich Iván y le dijo:

—¡Súbete a mi lomo! ¡Déjale el caballo a la princesa!

Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el lobo preguntó:

—¿Por qué te veo tan pensativo, zarévich Iván?

—¿Cómo quieres que no lo esté? Me da pena separarme de un tesoro como el caballo de crines de oro, me da pena cambiarlo por el pájaro de fuego.

—No te apenes, yo te ayudaré.

Llegaron al reino del zar Afrón, y el lobo dijo:

—Oculta a Elena la Hermosa y al caballo, yo me convertiré en el corcel de crines de oro y tú me llevarás ante el zar Afrón.

Ocultaron a Elena la Hermosa y al caballo en el bosque. El lobo gris dio una voltereta y se convirtió en el caballo de crines de oro. El zarévich lo llevó ante el zar Afrón. Al verlos, el zar se alegró muchísimo, salió a recibirlos y los condujo al palacio. Entregó a Iván el pájaro de fuego en su jaula de oro.

El zarévich Iván regresó al bosque, montó a Elena la Hermosa en el caballo de crines de oro, tomó la preciosa jaula con el pájaro de fuego y se dirigió al reino de su padre.

Entretanto, el zar Afrón quiso probar el caballo y organizó una cacería. En el bosque los cazadores se lanzaron tras las huellas de un zorro. El caballo de crines de oro galopaba veloz y dejó atrás a todos los demás. El caballo se encabritó, el zar saltó de la silla y cayó de cabeza en un cenagal. En lugar de un caballo con las crines de oro, fue un lobo gris el que se dio a la fuga. Cuando levantaron al zar y lo limpiaron, el lobo había desaparecido.

Fue el lobo gris a reunirse con el zarévich Iván y le hizo montar en su lomo. Al llegar al lugar donde se habían encontrado por primera vez, el lobo gris dijo:

¡Aquí degollé a tu caballo, Iván Zarévich, despidámonos, yo no puedo ir más allá!

El zarévich Iván echó pie a tierra, hizo tres profundas reverencias al lobo gris y le dio las gracias con mucho respeto.

El lobo gris le dijo:

—No te despidas de mí para siempre, zarévich, que todavía he de serte útil.

“¿Cómo vas a serme útil, si ya se han cumplido todos mis deseos?”, pensó el zarévich Iván. Luego, montó a lomos del caballo de crines de oro y prosiguió su camino con Elena la Hermosa y el pájaro de fuego.

Poco antes de llegar a los dominios del zar Berendéi al zarévich se le ocurrió descansar un rato. Llevaban consigo un poco de pan, lo comieron, bebieron agua de un manantial, se echaron sobre la hierba y enseguida se durmieron.


En cuanto el zarévich Iván se quedó dormido, llegaron al paraje aquel sus hermanos mayores. Los zaréviches Piotr y Vasili regresaban al palacio de su padre con las manos vacías. Al ver que su hermano menor, Iván, lo había conseguido todo, enloquecieron de envidia.

—Matemos a Iván y todo será nuestro —dijeron.

Y he aquí que desenvainaron sus espadas y cortaron la cabeza al zarévich Iván. Elena la Hermosa se despertó. La princesa se asustó mucho al ver muerto al zarévich Iván y rompió a llorar amargamente.

Piotr Zarévich apoyó la punta de su espada sobre el corazón de Elena la Hermosa y le dijo:

—¡No se te ocurra decir una palabra! Ahora te conduciremos a presencia del zar, nuestro padre, y le dirás que hemos sido nosotros quienes te hemos conquistado. A ti, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Si no prometes hacerlo así, te mato ahora mismo.

Elena la Hermosa tuvo miedo de morir y juró todo lo que le pidieron.

Los hermanos echaron entonces a suertes para decidir quién se quedaría con la hermosa princesa y quién se quedaría con el caballo de las crines de oro. El resultado fue que la princesa sería para Piotr Zarévich y el caballo de las crines de oro para Vasili Zarévich. Y, llevando consigo el pájaro de fuego, se pusieron en camino rumbo al palacio de su padre, el zar Berendéi.

El zarévich Iván yacía muerto en el valle y los cuervos revoloteaban sobre su cuerpo. Entonces salió del bosque el lobo gris y apresó a un cuervo y a su corvato.

—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte. Si las traes, soltaré a tu corvato.

Viendo que no tenía otra salida, el cuervo levantó el vuelo y el lobo quedó sujetando al corvato. No se sabe si fue mucho o poco el tiempo que estuvo volando el cuervo. Lo que sí se sabe es que trajo el agua de la vida y el agua de la muerte. El lobo cogió al pequeño cuervo y lo partió en dos. Después unió las dos mitades y las roció con el agua de la muerte, y las dos mitades se unieron. El lobo las roció con el agua de la vida, y el pájaro graznó y alzó el vuelo.

El lobo gris colocó la cabeza de Iván Zarévich sobre su cuello y la roció con el agua de la muerte. El cuerpo se soldó de inmediato. Lo roció con agua de la vida, e Iván Zarévich bostezó, se despertó y dijo:

—¡Cuan profundamente dormía!

—Tan profundamente —le dijo el lobo gris— que de no ser por mí no te hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y se llevaron a Elena la Hermosa, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Monta en mí sin pérdida de tiempo.

El zarévich Iván montó a lomos del lobo gris, y se dirigieron a toda velocidad  hacia el reino del zar Berendéi hasta llegar a la ciudad principal.

El zarévich Iván se apeó del lobo gris, despidiéndose de él para siempre. Cuando llegó al palacio, se encontró con que su hermano mayor, Piotr Zarévich, se había casado con Elena la Hermosa y, después de la ceremonia, presidía el banquete de esponsales.

Iván Zarévich entró en la sala, Elena la Hermosa corrió a él en cuanto lo vio y dijo:

—Mi prometido es éste, el zarévich Iván, y no ese malvado que está sentado a la mesa.

Al descubrir la verdad, el zar Berendéi montó en terrible cólera e hizo encerrar a los zaréviches Piotr y Vasili en una mazmorra.

El zarévich Iván se casó con Elena la Hermosa y vivieron muchos años felices, tan unidos que no podían pasar ni un minuto el uno sin el otro.

Nota:  

(1) El término mujik era empleado para referirse a los campesinos rusos, generalmente antes del año 1917. Antes de que en 1861 se realizaran reformas agrícolas en Rusia, los mujiks eran siervos. Después de dichas reformas, a los siervos se les otorgaron parcelas para trabajar la tierra, y se convirtieron en campesinos libres. Estos campesinos fueron conocidos como mujiks hasta 1917, cuando se produce la revolución soviética. El mujik es generalmente descrito en la literatura rusa como un ser pobre e ignorante. En ocasiones se lo presenta como alguien perverso y corrupto.




25/11/11

The death of Santa Claus / La muerte de Santa Claus



Ha tenido dolores en el pecho
por varias semanas, pero los doctores
no hacen visitas al hogar en el Polo Norte.

dejó de pagar su seguro médico Blue Cross,
se marea cuando le hacen exámenes de la sangre,
las batas del hospital siempre se le abren, las

salas de espera le causan dolor de estómago, y
de todos modos nada más tiene indigestión, por lo
menos eso pensaba, hasta el día en que al estarles

dando de comer a los renos, sintió como si la mano
de un monstruo le hubiera agarrado el corazón
y no dejara de apretar. No puede respirar, y el

mundo blanco tan hermoso se torna negro,
y cae sobre su panza de gelatina en la nieve
y la Sra. Claus sale corriendo de la fábrica

de juguetes, gritando, y deja a los duendes
frotándose sus manitas nerviosas, y la nariz
de Rudolph se prende y se apaga como una luz de ambulancia

triste, mientras en Houston Texas en una de esas casas en serie,
yo, de 8 años, le digo a mi mamá que los mensos
de la escuela dicen que Santa Claus es pura mentira,

y ella, tomándome la mano, se sienta conmigo en el sofá
de flores moradas, con lágrimas en los ojos,
y con una terrible noticia en la garganta.

de Charles Webb

Reading the water, 1997, "La muerte de Santa Claus".
Traducción: Juan Hernández-Senter, Ed. Verdehalago, 2000 México.

13/2/10

Acerca de la importancia de la gramática en la pornografía sentimental















En una crítica sobre Precious hecha por Manuel Yáñez Murillo para la revista digital Otros Cines, hubo un pequeño furcio que un agudo y corrosivo lector supo detectar y aprovechar para hacer más agradable la seriedad del enfrentamiento de detractores y defensores de la película.











Jó.