
Se fue el Negro. Hay quienes dicen que estaba viviendo años de más. Tengo mi propia versión y difiere un poco de esa; para mí vivió menos de lo que debía. Pero deber, merecer, no son más que palabras inofensivas ante la bestia arrasadora que es la muerte.
Callejero toda su vida, fue mascota temporal de una remisería, un kiosco de diarios, una verdulería, una veterinaria y la casa de mis padres, con la que en el último período alternaba a la mañana con el kiosco de diarios porque quería mucho a su dueño y si además de ser un perro bueno hasta el cansancio, era leal. Mis padres lo habían adoptado hace unos años, aunque adoptarlo sólo fuera darle casa y alimento, cobijarlo cuando llovía, soportar su temor a los truenos y cohetes, darle cariño, resistir sus hediondos pedos constantes. Él hacía lo que quería. A veces ni volvía, otras quería irse a la madrugada. Venía a la mañana haciendo notar su presencia crujiendo la puerta con su pata y si nadie le abría, entonces insistía con algunos ladridos. O cuando quería irse simplemente se acercaba a la puerta y miraba más allá de la casa.
Sin embargo pocas veces ladraba, menos gruñía pero cuidaba a quienes quería. Cualquier vecino lo reconocía por su paso lento, siempre agitado. Y lo saludaban al Negro, como popularmente se hizo conocido y todos respetamos que así fuese. Inevitable recurrir a otro nombre. Muchos eran los que le dejaban alguna sobra, alguna caridad, como si fuese un mendigo, o un santo brasileño. Él, puedo asegurarlo, lo agradecía pero no condicionaba sus sentimientos. Claro que cuando comíamos se aparecía y te miraba insistentemente cuando te metías un bocado. Y te ganaba, sabía que te iba a ganar con su mirada, con esa cara de tristeza no tem fim. Y nunca se pudo sacar el vicio de comer la basura de la calle, lo que le trajo más problemas a su débil pero insaciable estómago.
Ya en estos últimos tiempos todo era un sacrificio para él. Levantarse no era algo menor: implicaba llevar adelante una panza que parecía no tener fin, si incluso parecía un manatí oscuro. Era un sacrificio ir a tomar agua del bowl, o ir a la calle y sentarse como solía hacerlo: cancerbero mirando la gente pasar, las palomas en sus vuelos cortos y cagadas diurnas. Imponía su casta y antigüedad ante los otros perros, sus codos gastados y las canas emergiendo de su pelaje oscuro. Los otros perros se volvían diminutos frente a él, a pesar de que cada día estuviera encogiéndose más y más, lo miraban con respeto porque era un señor perro. Todo era un sacrificio para él últimamente. Hasta su tos que parecía un vómito, fue uno de los hábitos que no repetía. Descartado totalmente que hiciera su seguimiento a la camioneta del kiosquero, rutina que antes hacía todos los mediodías y decoraba con ladridos y saltos por la calle Iguazú. Otro tema para el olvido se había vuelto cagar. Pero comer no. Ni estar echado en el piso mirando con esos ojos tan humanos, agitando la cola llena de hedor cuando te le acercabas y esperando los mimos sobre su cabeza. Sacrificio sería aguantar las palizas que debió recibir, las embestidas de autos que lo obligaron a que fuera un no rotundo cruzar cualquier avenida. Era todo un sacrificio, pero no sé si debía volverse su muerte un sacrificio. Pero así fue.
Ayer tomaron la medida cuestionable. Muchos eran sus seguidores y quienes repetían que así se debía proceder con el Negro como si todos supiesen qué hacer con él, o fueran sus dueños. Él debía elegir la opción, aunque sólo se tratase de un perro con ojos de brillo divino. Yami y yo nos consideramos los detractores principales de la medida que lo llevó a su paraíso, o al menos los que manifestamos nuestro descontento en ese punto. El Negro no merecía morir. Pero como dije antes, merecer o pensar en justicia ante semejante asunto, no existe, cabe pensar que ahora actuará la justicia divina sobre él. Pero si de algo estoy seguro, es que merecía morir de otra manera, más acorde a su forma de vivir y amar. Que su última bocanada de aire se fuera lentamente en una de sus siestas por la tarde, manso en la vereda con el sol suave cayendo sobre su lomo, habiendo comido previamente un buen corte de carne como a él tanto le gustaba.