Durante la mañana de hoy estuve caminando por Avenida Mitre, las cuadras previas al Viaducto de Sarandí. Pasé dos locales que parecían cerrados salvando algún guiño de marketing barrial.
Todos los signos armaban un puzzle con la imagen de desierto urbano: calor, suciedad y organismos invisibles.
De repente, olor.
Una inmensa burbuja de olor que me capturó en su interior para que la olfateara con mayor precisión.
Podredumbre.
Una fragancia vil que parecía emerger del contaminado canal Sarandí, condensada en el sopor del aire de estos días de calor. Avanzando algunos metros el olor se hacía más fuerte y podía distinguirse mejor. Era algo muerto. Un perro quizás. Un animal.
Animales. Personas. Algo.
Totalmente podrido, desprendía su fragancia póstuma, fermentada, expandida y empecinada en hacerse notar en su totalidad inmunda.
Ahí recordé "Paradise Alley" (Callejón del Paraíso), un libro que compré a un precio de saldo inverosímil en un puesto de Plaza Italia. Mi lectura de viaje en la que descubro una prosa romántica y descriptiva por parte de Sylvester Gardenzio Stallone, su autor.
El olor a podrido de los perros muertos de Hell's Kitchen, el barrio de New York donde transcurre la historia en el caluroso verano de 1946. El hedor, la suciedad. Los cadáveres de animales que se pudren, los viejos que piden a gritos desde sus ventanas a los niños que juegan en los callejones que los saquen de ahí antes de que sean peste en el aire. Que se conviertan en retazos diluidos en los pliegues del río, sobras para mojarras.
Pequeños descubrimientos, rarezas elaboradas en 1978 para sorprender al curioso en el futuro, entre olores nauseabundos, calor y un paisaje poco alentador. Sentir en el aire la prosa que poco después quedaría inmortalizada en películas como Rocky y Paradise Alley.
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