Si bien hablo de capricho, no es la adquisición por sí sola de la planta insectívora (a.k.a. planta carnívora para los pibes) sino la forma de adquirirla, en este caso en particular. También forma parte de aceptar un paseo por Capital Federal propuesto por mi hermana para que un amigo y compañero de trabajo que vino de Rosario conozca algunos lugares que ni ella misma conoce, como es el caso de los lugares comunes del turismo en La Boca y el exquisito Jardín Japonés.
En realidad, aceptar ir al Jardín Japonés es ceder al pasado. Volver a un punto de contacto espiritual, cultural y laboral de mi experiencia pasada. La última vez que lo había pisado, estaba resfriado y sacudido por una gripe. Trabajaba ahí los fines de semana como promotor en diferentes puntos turísticos de Capital Federal y en el Jardín como espacio físico cuando se realizaban matsuris -eventos y festivales- que solían ser abundantes en la agenda anual. Así que después de un par de faltas de mi parte a la ética laboral de los nikkei, no volvieron a llamarme. Recuerdo aún estar pegando letras para un cartel de bienvenida, sacándolas una por una cuidadosamente de una plancha para que no se rompieran. Mientras hablaba con Kiku, la chica de la recepción que habían enviado para que me ayudara. Recuerdo momentos de nuestra charla entrecortada para subestimar el automatismo de la tarea, mis mocos acuáticos cayéndose sobre mi ropa de trabajo, la aspereza del papel en mi nariz y el tedio. Retengo también el extraño pedido después de terminar mi trabajo, antes de retirarme rumbo a mi casa, que hizo mi ex jefe: que le entregara mi happi azul, que era el uniforme de trabajo que utilizaba, una indumentaria propia para festivales. Ese extraño pedido -nunca me lo habían pedido desde que había empezado a trabajar- tenía todas las connotaciones y sonidos alusivos a que no volverían a llamarme para trabajar.
Pasaron muchos años hasta mi regreso, este sábado pleno de humedad. De un cielo histeriqueando a la tierra con gotas tacañas. Me sorprendieron algunos cambios en el lugar, las caras desconocidas de los empleados del Jardín, la suciedad del lago, no encontrar trabajando a Mariela ni a Kiku, a nadie de quienes conocía.
Tras el damero hallé el vivero. Ya no está más como otros años pegado a la ligustrina de Figueroa Alcorta, sino donde estaba el taller de mantenimiento. En formal lúdica, sin dejar de ser un deseo siempre pendiente en relación a compras exóticas, no pude evitar pedirle a mi hermana el mecenazgo con una planta insectívora cuando vi en un rincón un sector de abundantes especies de este tipo. Y tomé una
Drosera filiformis. Todo un capricho, más de hijo que de hermano. No hay forma de despejarle la compulsión del niño y sus ganas de consumo, igual que cuando me compró el helado de mango japonés, una hora antes de entrar el vivero.
Ahora en casa la planta reposa sobre la base de la pileta del patio, resguardada por la escalera que conduce a la terraza. Rodeada por plagas de mosquitos, moscas de la fruta y de todo tipo de variedad de insectos, los cuales espero nutran sus deseos y la abastezcan de la compleja necesidad de vida que requiere.
Esa misma,
que llevará a mi misión exótica
hacia el éxito.
Desconocer el fracaso en este tipo de ética,
la ética de la mano verde.
Así
estar un poco más en paz también con mi pasado,
en ese mismo acto,
en el que un bocado trepa sobre una de sus rosetas.