Tendría seis o siete años. Con certeza, ya estaba en la primaria.
No podía dormirme. Sentía el chirrido de mi cabeza rozando el respaldo de esterilla de la cama, un entramado complejo en el cual invertía horas jugando con mis dedos, debilitando el tejido sin cruzar el límite de quebrarlo. Mi cabeza orbitaba alrededor de la muerte mientras transcurría la noche en el cuarto donde conviví durante años con mis hermanos. La ventana hacia la calle Iguazú ya debía estar colmada de stickers que coleccionaba sin demasiado criterio.
En mi cabeza se habían presentado imágenes de mi hermana y mi abuela: trataba de comprender la mortalidad de las que fueron víctimas, y si eso afectaría también a mis padres que dormían en el cuarto contiguo. El insomnio producto del miedo me permitió profundizar capas de análisis, dudar con mayor seguridad -y angustia- sobre si ellos se mantendrían vivos sin importar el curso biológico de la vida ni cualquier creencia subyacente.
A la mañana recuerdo que me senté a desayunar con mi mamá.
Tenía vergüenza de preguntarle, no sé si por sentirme estúpido o indefenso ante la probable explicación que me diera. Recuerdo que el sol pasaba por las cortinas formando un rectángulo sobre la mesa redonda.
Mamá me respondió. No recuerdo la respuesta precisa, tengo sensaciones de su cara hablándome con seguridad, transportándome la tranquilidad que necesitaba en ese momento.
Ellos representaban figuras fuertes y gigantes, imposibles de derribar.
Mis antecedentes cercanos a la muerte eran pequeños fantasmas que muchas veces me hacían levantarme de la cama. Iba al pasillo, me acercaba a la puerta de mis padres para sentir la luz proyectada por su televisor para sentirme protegido. Según el volumen de miedo que me invadiera, emitía sonidos o recortes de mi sombra que evidenciaran mi presencia a mi madre, y ella alertada preguntara por mi nombre. Generalmente respondía y me iba a dormir con ellos, pocas veces volvía silenciosamente a mi cama.
Cuando tenía dieciséis volví a sentir esa angustia con mayor intensidad. Tras la muerte de mi abuelo materno pasé una semana en mi cuarto desvelado. Para ese momento tenía una pieza para mí solo, la que antes usaban mis padres. Esas noches intentaba revelar algún sentido desde la pérdida, hacia dónde iba todo el flujo de energía y vida después de la muerte; intentaba precisar en mi mente qué se sentía antes de nacer. Hacía suposiciones y atravesaba instancias que me dejaban más dudas, más dolores al amanecer. Mi espíritu se vio más alterado y revuelto; un año más tarde se traduciría en el comienzo de mi trastorno de ansiedad y en crisis de pánico.
Mientras tanto, pasaron los años. Esos pensamientos y esas capas volvieron a hacerse visibles con diferente intensidad, siempre en un simulacro mortal que me dejaría agotado, pero podría alejar y evitar a nivel cognitivo a través del placer, con la vida sudando por mi pecho y secándose en mi espalda.
Gusti en cambio era diferente. No padeció esos miedos. De todos los hermanos, él era el más fuerte. Se mostraba seguro y avanzaba, respaldado por el humor escatológico con el que perdía pudor. Crecía a través del proyecto que le daba un marco de seguridad: su profesión y su propia familia, a las que dedicaba toda su vida. Definían su independencia y el grado de observación crítica al interior del núcleo familiar predecesor.
La angustia vuelve hacerse profunda estas noches y toma dimensiones infinitas, aún cuando pensé que podría esquivar ciertas conductas primarias, ciertas preguntas resueltas.
El chirrido del respaldo de esterilla sigue sonando en mi cabeza.