El apetito era una variable que escapaba bastante lejos de sus posibilidades. Quizás acercándose un poco hasta la reja derribada, podría ayudarse a subir a través del coche quemado, reptando su torso hasta que la sangre le permitiera finalmente deslizarse como tabla de surf hasta la base de la torre.
Le llevó horas, quién sabe. No era justamente una época donde el tiempo pudiera medirse con precisión. Levantó sus brazos desprendiendo los restos de camisa que quedaban atados a su piel y sus manos tomaron con toda la presión que sus días de hambruna habían reservado para la ocasión.
Le dio un profundo mordisco a la pierna derecha del cabo que hacía la guardia al lado de la torre; presenció con sus ojos decrépitos la desesperación humana en toda su magnitud. Sólo un rato después de que terminase el espectáculo, cayó un balazo en su cabeza que rebanó trozos de cerebro por todo el patio del refugio.
Los niños del campamento se escaparon del cuidado de sus padres y fueron a chapotear en el charco de sangre. Los militares, mientras tanto, apuntaban a la cabeza del cabo malherido. Los gritos y advertencias de los padres fueron silenciados por la ejecución; los niños estallaron en risas ante el disparo y siguieron su travesía corriendo tras la reja en una huida infantil masiva.