El terror es una puesta bellísima llena de bacterias y microorganismos funcionales a un mercado, a una población hambrienta de sujetos. También es una respuesta a una demanda más exquisita, detallada, precisa. La insatisfacción frente a una fuente desbordada de recursos de placer y estímulos inmediatos. La creación de nuevas formas de parafilia para complacer al cliente.
Un consumo pornográfico que intenta penetrar en las cavidades más oscuras de las celebridades, sintiendo en el propio organismo del usuario aquellas imperfecciones que les afectan, sea un herpes o un virus manipulado por laboratorios.
Una aproximación a una corporación que puede tener el mismo formato -e incluso las mismas consideraciones en relaciones estéticas- que una perfumería en su aspecto más farmacéutico. Limpieza, blanco resaltado, eficiencia; optimizados todos los detalles, esterilizado todo soporte externo para llevar al usuario a un surtido catálogo de enfermedades de celebridades con la transformación específica que puedan provocar en el corto o largo plazo. El discurso insistente sobre la belleza de un empleado que se vuelve como una plegaria orgánica, una poesía existencial, un manifiesto de vida.
Syd March es un mercenario. Un empleado con cierto conocimiento técnico, acomodado a un sistema de trabajo regular -e irregular- que funciona para ambos del mismo modo, como un empleado convencional y de bajo perfil. También en su propia sed laboral está la del consumidor enfermo, ser su propio cliente ante el encantamiento del fetiche. No puede ni se permite tomar distancia de sus sueños, sus anhelos de inyectarse en celebridades; el producto es su propia empresa -sea Lucas Clinic o su competencia- y su propia tendencia estimulante para vivir cada jornada con experiencias más vívidas.
Hannah Geist podría ser una semidiosa que forma parte -y gesta- todo este escenario. Una cara de rasgos delicados y fríos que podría ser una actriz del Hollywood de los años 50. Una piel suave, traslúcida. Eje del deseo y la cúspide del mismo. Una portada en la marquesina y la imagen corporativa del encanto de la enfermedad.
Las imágenes televisivas de paparazzis en visión infrarroja llevando las posibilidades técnicas y fisiológicas un paso más adelante. Las células y trozos de carne, la antropofagia al poder devorar en un plato el cuerpo parte de una celebridad simulada y sentirla en tu organismo, infectándote lentamente. Un sistema de relaciones bastante enfermizo que plantea Brandon Cronenberg, hijo del gran David, que coincide conceptualmente con las primeras y segundas etapas fílmicas del padre.
Antiviral es pornografía en estado microscópico, una píldora; su formato minimalista tiene efectos excesivos, obscenos; un plato de comida orgánica realizado con tu famoso de cabecera y su enfermedad más reciente, aquella hecha pública por todos los medios.
Nadie está ajeno a esta obsesión, ni siquiera el mismo empleado de Lucas Clinic quien es fagocitado por su mismo circuito de acción. Incluso en esa red de comerciantes cayendo por todas partes, asumirá -con voluntad y lucidez en algunas ocasiones- los riesgos implícitos hasta exprimir toda su sangre enferma y satisfacer a un sinfín de corredores oscuros que buscan lo más reciente, lo más novedoso.
Incluso la presunta difunta Hannah, cara absoluta de todos los productos.
El empleado, en este caso Syd, en su versión más abstracta, luchando contra sus propias afecciones hasta innovar técnicamente, sublimar ideas en la unión de mercados regulares e irregulares. Sostiene su vida y su deseo desde su enfermedad, su fetiche, reproduciendo su versión más vital: una célula viva, una unidad de billones de ellas para perpetuar el producto con características más completas y lejos de lo virtual como es la vida humana célebre ajena, y el poder romántico del usuario haciendo lo que le plazca con ella.
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