No es mediodía aún pero el calor puede empezar a sentirse en los valles profundos.
Desde la ventana del puesto de vigía se distingue en el horizonte un jinete.
Avanza cabeza en mano,
perfilándose contra un inmenso acantilado.
Respira, de pronto.
Respira su entorno, la profundidad del paisaje,
llenando sus pulmones de viejos proverbios,
el sermón magnético irradiado por las aldeas bajas
que se confunden todas en un solo gran punto
sin divisiones, fronteras, ni carteles.
El canto de las cigarras lejano impregna al jinete de tedio,
un cansancio que huele a irritación.
Se mantiene inmóvil unos segundos,
luego se entrega a la marcha nuevamente.
Su caballo de tiro reclama el suelo con sus cascos
firmando la tierra como propiedad en cada uno de sus trancos
mientras revolotea polvo rojo arbitrariamente,
rabioso como mestizo,
sangre warmblood que lo crispa.
En su aire de galope arrasa escarabajos rinocerontes como hojas secas.
Se siente fuerte, poderoso, lleno de ambiciones.
Más importante que su jinete; se siente dueño y patrón de la situación.
Sueña con llevar una armadura ligera sobre él
cual caballo medieval situado en un campo de batalla
sorteando espadas, levantando victorias como levanta moscas con su cola.
Sus crines están infestadas de tierra como toda su cabeza.
Apenas se notan sus ojos,
brillan de fuego, luces que infunden temor,
amenazan el camino como faroles gigantes
antorchas inagotables.
Se detiene.
El jinete repara en un paseo de compras.
Mira los autos de colección de una tienda,
mientras ata automáticamente el caballo a un poste de luz.
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