Reconozco esa sonrisa en la cabaña,
pícara entonada brava desafiante,
apenas emergente entre una multitud de caras.
Todas, peleando un poco por mantenerse dentro del marco de una postal
que poco sentido tendrá dentro de algunos años más.
Todas sonrisas de una foto de año nuevo,
de un brindis lamentable al que todos asisten
para luego retirarse manchados de alcohol
con los tímpanos sordos de cumbia vieja,
las pestañas quemadas por fuegos de artificio
y las cuerdas vocales asfixiadas por inagotables saludos.
Caras invadidas por la leve inquietud del cielo tenso
partido en gradas replegadas,
grietas bañadas de almíbar que caen a las zanjas,
y la siembra de frutas secas baratas en los senderos hacia los
chalets.
Y los nativos del pueblo
fantasean con baldíos que lleven nombres propios.
Reinados miserables, soberbios conceptualmente.
Eso, mientras se pasean en sus bicicletas oxidadas por las
sales del mar
y tratan de levantarse a las turistas o las chicas
recurrentes de esos parajes
durante el verano, quemando al aire promesas de arrendadores
con un rancho a medio terminar y la mirada puesta en la
mejor parcela,
cerca del centro del balneario.
De nuevo la sonrisa,
más pícara pero con un pequeño intento de ingenuidad
como el de una mujer sacándose una autofoto desnuda
con un oso de peluche abrazándola tapando sus tetas.
Se revuelcan en la arena de los médanos
donde los voyeurs no abundan,
donde nadie abunda excepto el frío.
Se susurran como adolescentes:
una lona en el bosque como panacea para la aspereza del
momento,
sentir de pronto el romance idílico del paisajista
que concibió un complejo turístico mutante de Bariloche con
agua salada.
Juegan a ser marido y mujer
sin siquiera llegar a ser amantes,
devorándose los cuerpos apresurados sin poder quitarse la
ropa.
Un coito por lugares improbables
de una anatomía futurista aún no existente y poco
sustentable.
Él volverá manso a la obra en construcción
entre compadres, amigos, progenitores y toda la estirpe.
Se sentirá fuerte, titánico.
El cuerpo semidesnudo,
sudado y curtido por sol estival.
Resta la tarde
para armar castillitos de arena para algún
patrón de Buenos Aires.
Suena la radio entre golpes secos y ruido de chapa.
Ellos esperan transeúntes en las calles de arena,
algún cuerpo para divisar, alguna chanchada para propinar,
algún saludo para un conocido.
Mientras él está pensando en conchas
con el olor a sexo de la jovencita entre sus dedos,
exhibiéndolo mientras coloca ladrillos desviados
con la erección aún presente
y el cemento mal preparado en un balde donde se pelean dos
perros.
Pasado el año nuevo el calor aumenta,
la noche llega tarde y el mar es ajeno hasta el domingo.
Se manguerean detrás de la obra entre ellos,
entre bromas y cargadas, medio en pelotas
y el olor de aquel sexo del mediodía borrado casi
totalmente.
Limpio, listo para llegar a casa al rancho a medio terminar
en aquel pedazo de tierra del mundo cubierto de arena
con pastizales quemados por el calor,
donde viven el resto de sus compañeros de trabajo
quienes también son su familia, sus vecinos
en otros ranchos a medio terminar.
El pelo inmaculado, abundante y bien oscuro,
peinado hacia atrás brillando en la oscuridad de la entrada.
La señora espera.
Ubicada en la puerta con una cortina de plástico
envolviéndola –sujetándola-
con un nene de la mano y un vientre saturado que dispara al
cielo,
el de las grietas de almíbar ya condensadas.
El beso en la boca de ritual, un abrazo al nene apurado y
una palmada a la panza.
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