Cuando escucho el latido,
me arremete el lamento pronunciado por los labios de una esfinge
casi al tono del estallido, el ruido.
Allí regresa, durante la noche, cuando la humedad desdibuja los latidos por el cielo raso y los centinelas se acomodan en la ventana, con breve exclamación
"Sí, has sido tú el que dejó su cuerpo y busca el reposo continuo de su alma."
En la noche cuando está la paz, o finge estar a mi lado, una imagen tan fidedigna
es inevitable caer en el error. Es en esos momentos cuando me acompaña el latido lento, débil, casi mitigado por las penas del suburbio reunido a orar, en mi paz.
Se quema lento el latido rápido junto con el sudor, la excitación brusca del cuerpo y el burdo repiqueteo de los dientes. "Bebe, bebe de aquí, no temas. El recipiente de la lujuria se ha perdido años atrás. Éste es el que buscas con las ansias dispuestas en ambas manos. Bebe"
Y debo de beber, sin cesar. Olvido el latido y me fundo en el líquido -sano, recupera pronto- y sabe tan bien.
¡que lindo, bebé!
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