Corría Julio y decidió entregarse a las vísperas de alguna reunión
entre la nevada que se escurría en el viejo cauce, donde las madres esperaban en el puerto a sus hijos que venían del largo viaje por el oceáno.
Habían perdido el nombre muchos en la reunión, pero la persona buscaba una minucia de amor, no personificada, no carnal. De Carnes se había alimentado durante toda su vida.
Sólo el lácteo estrecho paso para llegar a una dama, un caracol o un ruido, uno de esos que se crean en un cuarto cerrado, en una alcoba sellada repleta de trastos.
Finalizó la reunión y todos los camaradas se estrecharon sus manos, se cubrieron de despidos y apretones hasta convertir en polvo las manos y los ademanes de sus cabezas.
Despedía fuego esa vespertina velada, donde la persona quedó a un tramo del puerto, de las aves que fugaban a sus madrigueras en las rocas, y el fuego seguía.
Después vinieron los obreros que salían de sus trabajos, con la voz tomada, las caras bajas pero con simpatía lacónica.
Atrás el buey de los sueños, el carrusel de ilusiones y náuseas. La persona fundó su pequeña ciudad a ocultas del puerto y las madres, que aún esperaban y en altamar los lobos marinos se helaban sin el perdón del frío. Plantó una grama y con el castigo de una pluma envuelta de tinta escribió el nombre de su pueblo, tan pequeña era esa letra, tan poco accesible a mis ojos. Tan fácil de olvidar sin jamás incorporar. Un bocado de nación.